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Columna
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Desasosiego

Entre el universo socialista valenciano se percibe un brote de optimismo que ya no es únicamente el que durante estos años emanaba de las tripas convertidas en corazón para disimular los tiempos de vacas flacas en las que está sumido y las malas noticias que se desprenden de los sucesivos sondeos electorales de opinión. Ahora se les comienza a ver rozagantes, digo de los compañeros del PSPV. Por primera vez desde que se instalaron en la oposición abrumados por sus propias miserias y la mayoría absoluta del PP creen ver luz al final del túnel, lo cual es el mejor tónico para acometer los próximos comicios autonómicos y municipales.

Esta euforia, además, no se nutre de los méritos que abona el partido en forma de propuestas políticas novedosas e imaginativas, o del denuedo crítico y fundamentado que exhibe como oposición. En esos capítulos, apenas son constatables las mejoras, aunque algunas se hayan logrado, si bien insuficientes para sacudir los ánimos de los afiliados e ilusionar al vecindario, insensible a tales matices. Por fortuna para el PSPV, los nutrientes de su animación se los proporciona el Partido Popular que súbitamente está revelando sus flaquezas y errores, lo que tampoco habría de sorprendernos después de dos legislaturas ejerciendo el poder a su antojo. Algún desgaste habría de acarrearles.

Flaquezas y errores, decimos, están sembrando las dudas en el cuerpo de los populares, que se creían blindados contra tales riesgos. Por lo pronto, las primeras inseguridades están provocadas por la endeblez que intuyen en su candidato a la Generalitat, Francisco Camps, del que sotto voce cuestionan los mimbres personales necesarios para renovar el botín electoral. Se consuelan comparándolo con su antagonista, Joan Ignaci Pla, pero es un pobre consuelo porque quien ha de convencerles -y no les convence- es su líder. Pero no es éste su escollo principal, como admiten, sino el descrédito que muy a su pesar les proyecta la serie de vicisitudes en que está involucrándoles el presidente José María Aznar.

A este respecto admiten que no les favorece la precariedad en la sucesión del titular de La Moncloa, donde se ha propiciado una suerte de delfinario que abona toda clase de oráculos y conjeturas acerca de quién será el elegido. Tal incertidumbre, que se marida mal con la transparencia y la democracia interna del partido, refuerza más si cabe la primacía indiscutida de quien monopoliza la decisión, pero merma la legitimidad del futuro beneficiario, que lo será presuntamente por el azar de la lotería, el capricho o el humor del patrón. So capa de su gravedad, el trance resulta tan irrisorio que bien puede ser carnaza para el guiñol de Canal Plus. Y eso lo capta el votante que no tenga hipotecada su opción.

Agréguese a ello el espectáculo extravagante con el que la familia Aznar nos obsequió a propósito de la boda de su hija, y que supera con mucho las veleidades de su antecesor con el yate Azor. No se soslaye el cómico compadreo y penosa obsecuencia de nuestro gran hombre con el belicoso George Bush, las apreturas en el coste de la vida y las urgencias sobrevenidas por la descuidada seguridad ciudadana para, en suma, entender el desasosiego de las huestes populares -y aludo a las valen-cianas- ante un panorama electoral que cambia porque esos deslices influyen y delatan el final y aparente liquidación apresurada de una etapa.

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