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Columna
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Las capitulaciones del presidente Bush

La Casa Blanca va camino de cerrar una notable operación para resucitar uno de los instrumentos clásicos de dominación de la era colonial: negociar con el resto del mundo unas nuevas capitulaciones. Desde fin del siglo XVIII hasta muy entrado el XX, las relaciones civiles y penales entre los ciudadanos de las grandes potencias occidentales y determinados Estados de lo que hoy se denomina Tercer Mundo, formalmente independientes pero sometidos en la práctica a la tutela del colonialismo europeo, se regían por un mecanismo legal conocido universalmente como capitulaciones.

Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia, entre otros Estados coloniales o con aspiraciones de serlo, forzaron al Imperio Otomano a aceptar durante el siglo XIX y hasta su disolución tras la Gran Guerra, un régimen de excepción que establecía unas prerrogativas de carácter extraterritorial en favor de los ciudadanos de esas potencias y en ocasiones, también de sus servidores y empleados in situ, que pasaban por encima de la legislación de la Sublime Puerta.

La práctica habitual consistía en que los acusados de delitos o cualquier tipo de contravención del ordenamiento jurídico de esos territorios tutelados, que fueran nacionales o protegidos de alguna gran metrópoli, no resultaran perseguibles al amparo de la propia legislación local que estaban violando.

China, que nunca fue formalmente colonia, es el ejemplo clásico en Asia del funcionamiento de las capitulaciones, que operaban, por añadidura, en el interior de otra figura, la de las concesiones que solían ser territorios portuarios, como Shanghai, donde las potencias ejercían plena soberanía sobre sus habitantes, occidentales o nativos. Estados Unidos, para su mejor crédito, no entró nunca en el negocio de las concesiones o las capitulaciones. Y, aunque unas y otras fueron abolidas para favorecer a Chiang Kaichek, en la guerra civil de los años treinta y cuarenta contra el comunismo, el fin de esos privilegios no se hizo efectivo hasta la victoria de Mao en 1949.

Y la actual pretensión del presidente George W. Bush de negociar bilateralmente la impunidad -inmunidad, en lenguaje técnico- de sus soldados, en misión humanitaria o punitiva, en el extranjero, se parece enormemente a una reedición de las capitulaciones de tiempos pasados.

Timor Oriental y Rumania, entre otras naciones que padecen un grave estado de necesidad, ya han acordado ese salvoconducto para ignorar la ley local. Colombia, cuyo presidente, Álvaro Uribe Vélez, parece contar con escaso margen de maniobra ante las exigencias de su gran potencia protectora, puede ser el primero que capitule de América Latina.

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Pero la UE no escapará tampoco a esa requisitoria, aunque, a no dudarlo, se hallen en su día las formulaciones legales necesarias para que cuanta mayor sea la consideración en que se tenga al aliado, más cuidadosamente esté expresada esa necesidad. Washington, de otro lado, ofrecerá estricta reciprocidad, de forma que cada vez que las tropas de Timor Oriental cumplan misiones -humanitarias o punitivas- en territorio norteamericano, nada teman de la justicia norteamericana.

Ésta es la última de una serie de medidas para amueblar el cuadro-marco del unilateralismo que despliega la Casa Blanca. Los dirigentes norteamericanos han venido sufriendo desde la desaparición de la Unión Soviética, en 1991, un ataque de embriaguez geopolítica, que si bien pudo difuminar el presidente Clinton con su ambición de gustar a todos, encuentra ahora en la presidencia de Bush su expresión más sincera. Desde el desdén a los protocolos de Kioto sobre el calentamiento del planeta, hasta la previsible destrucción del régimen iraquí, pasando por la limitación a la soberanía de los Estados que se sometan a esas capitulaciones, Washington proclama hoy que, no sólo de hecho sino también de derecho, hay dos clases de actores mundiales. Estados Unidos y los demás.

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