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Tribuna
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La guerra contra el enemigo invisible

Shlomo Ben Ami

A juzgar por el lenguaje utilizado por los políticos, concretamente en Estados Unidos y, en especial, por el presidente Bush y su círculo íntimo, se puede concluir que el mundo posterior al 11-S no se parece en absoluto al que precedió al sanguinario atentado contra el World Trade Center. En su opinión, estamos inmersos en una guerra planetaria que ha sacudido totalmente el antiguo orden mundial.

Pero ello no es más que una exageración. El mundo anterior y posterior al 11-S sigue siendo exactamente el mismo, los problemas y dificultades a los que nos enfrentábamos antes del atentado tampoco han cambiado: recesión, en especial en los valores tecnológicos, que alcanzó el punto bajo del ciclo económico antes incluso del 11-S; pobreza y hambre en buena parte de lo que es una sociedad manifiestamente desigual; crisis económica y política en América Latina; deterioro ambiental en todo el planeta; el irresoluble conflicto palestino-israelí; la tensión nuclear entre India y Pakistán; la inexorable y criminal transformación de Rusia de una dictadura en un sistema de capitalismo anárquico; la lucha entre conservadores y reformistas en Irán; la continua evasiva iraquí ante los esfuerzos de supervisión internacional sobre su capacidad de fabricación de armas de destrucción masiva; el crecimiento del integrismo en el mundo musulmán como respuesta a la dictadura y a la corrupción en países que, por alguna razón peculiar, todavía se siguen calificando de 'moderados', como Egipto, Arabia Saudí, la Autoridad Palestina y Argelia, por no mencionar a los regímenes musulmanes radicales. Al mismo tiempo, Europa, antes y después del 11-S, continúa ocupada con sus propios asuntos: la estabilización del euro, la ampliación de la UE y su incapacidad para establecer una política exterior única y común.

Al Qaeda es una pequeña y perversa organización terrorista, cualquier cosa menos la superpotencia terrorista mundial que el Gobierno estadounidense quiere hacernos creer que es. Y yo sostengo que este globo lo ha hinchado desmesuradamente un presidente estadounidense en busca de una agenda internacional de la que carecía, por motivos políticos y de poder. Bin Laden salvó al Gobierno de Bush de perderse en la inopia de lo irrelevante y dio una perspectiva a un Gobierno que no sabía realmente qué hacer con el globo terráqueo que sostenía sobre los hombros un presidente recién elegido.

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Pero Al Qaeda no es una superpotencia carcomida por dentro al borde de la desaparición, como la Unión Soviética, sino una pequeña organización, en buena medida amorfa, que lo que viene, básicamente, a reflejar es la frustración del mundo islámico frente a la civilización occidental. No hay nada a lo que atacar, nadie a quien derrocar. La solución del problema no consiste en disputarle la supremacía planetaria al bloque rival, ni en el tipo de carrera armamentística que acabó por quebrarle el espinazo a la URSS. Estamos, en cambio, ante una civilización islámica que durante siglos no ha sabido encontrar su camino hacia la modernidad socioeconómica o hacia la democracia; ante una civilización que no ha conseguido crear una sociedad cívica y en las que reine la libertad de expresión, que ahora se rebela contra la globalización, percibida como el reflejo de la hegemonía sociocultural estadounidense. Ninguna fuerza, cualquiera que sea, resolverá los complejos problemas que aquejan al islam y a las sociedades musulmanas. Y esto era tan cierto antes del 11-S como lo es ahora. La solución sólo puede ser a largo plazo, enraizada en una perspectiva histórica de evolución de los regímenes políticos, de desarrollo económico, de aparición de una clase media y de adaptación gradual a una cultura basada en la confianza, la transparencia y el sentido cívico. Un proceso de años.

Por desgracia, el 11-S no fue el momento decisivo que señaló el comienzo de un proceso de mediación entre las elites políticas del mundo árabe, en su mayoría prooccidentales, y las masas, generalmente antioccidentales. Esto no ha sucedido. Para que se produzca, Estados Unidos y Occidente en general deben corregir la percepción dominante en Oriente Próximo, según la cual Occidente es un aliado que conspira con sus gobernantes corruptos y tiránicos.

Es de esperar que el Gobierno de Bush no tenga la tentación de dejarse convencer por su propia retórica y lanzar una ofensiva generalizada contra Irak. Es algo que no tendría justificación a los ojos de los Gobiernos árabes ni de sus ciudadanos. En 1990, la situación era clara. Irak invadió un país soberano y vecino, pero incluso en aquella ocasión, el ataque de la coalición provocó airadas manifestaciones en todo el mundo árabe. Hoy no se da dicha evidencia porque no hay pruebas de que Irak disponga de armas nucleares y EE UU no está en situación de poder establecer una coalición con los países de Oriente Próximo y sus gobernantes, que nunca apoyarían lo que, en el fondo, es un ataque preventivo contra Irak. La Unión Europea, por su parte, se está dejando convertir en un enano a nivel militar y es casi seguro que no se sumará al ataque; así que no hay duda de que la ofensiva desatará oleadas de sentimiento antiestadounidense y antiisraelí en todo el mundo árabe, en proporciones apocalípticas.

En ese momento, Bin Laden y Al Qaeda volverán y el islam fundamentalista se convertirá en la fuerza motriz para cada joven musulmán frustrado y humillado. La publicidad que le ha proporcionado la obsesiva retórica del Gobierno de Bush, unida a la utilización de Internet, la difusión de vídeos y, por supuesto, la destrucción del World Trade Center, han hecho de Al Qaeda el sueño de innumerables jóvenes de ambos sexos en el mundo musulmán.

La experiencia estadounidense en Afganistán -lo único concreto hasta la fecha en la guerra contra el terrorismo- no ha supuesto un éxito abrumador y es dudoso que augure algo bueno para posteriores y más complicadas aventuras en Irak. Derrocaron a los talibanes, pero sus sucesores están perdiendo legitimidad rápidamente. Karzai es un títere de EE UU rodeado de guardaespaldas extranjeros. En Irak, la situación amenaza con ser todavía más compleja, porque allí, al contrario que en Afganistán, no existe un equivalente de la Alianza del Norte; los estadounidenses se verán obligados a imponer un Gobierno directo que, en última instancia, fracasará. Éste sería el golpe de muerte a su prestigio en la zona. El secreto de la disuasión radica en no utilizarla; Irak tiene la habilidad de dejar a la vista los fallos de la disuasión estadounidense.

EE UU no ha conseguido todavía convertir el 11-S en una verdadera palanca para un cambio planetario positivo, porque duda en adoptar una estrategia en este sentido, que debería ser de la mayor envergadura. El unilateralismo del partido republicano con anterioridad al 11-S se mantiene inmutable; no se ha convertido en un multilateralismo coherente. EE UU incluso hizo caso omiso del llamamiento de la OTAN a favor del principio de defensa colectiva cuando declaró la guerra contra Afganistán. El unilateralismo político que practica impide a EU UU -realmente la nación indispen-sable- forjar las herramientas adecuadas para la consecución de un orden mundial mejorado, que se basara en la cooperación internacional, es decir, el multilateralismo.

En realidad, cabe decir que el impulso unilateral del Gobierno de Bush no ha cambiado de manera fundamental como consecuencia del 11-S. Su principal interés sigue siendo hacer caso omiso a cualquier limitación a la libertad de acción de los estadounidenses a corto plazo, aún a costa de perder aliados y socios a largo plazo en un nuevo orden mundial mejorado.

EE UU es una gran nación, y habría de ser necesariamente el eje de ese nuevo orden mundial. El poder y los principios morales que mueven a EE UU, como único país en la historia que nació de y para la idea de la libertad, lo convierten en un potentado al que todos codician. La nación que nunca ha conocido una amenaza a su existencia supo controlar de manera total y absolutamente la amenaza cuando ésta apareció en el horizonte: la URSS, durante la guerra fría. El liderazgo de esta gran nación es tan indispensable ahora como lo fue durante las tres guerras mundiales -la Primera, la Segunda y la guerra fría-, cuando salvó al mundo libre. Pero Estados Unidos debe comprender que la amorfa cuestión conocida como 'terrorismo internacional' y la amenaza del integrismo islámico no son un reto militar y, desde luego, no se pueden neutralizar únicamente con una carrera armamentística, como hizo con la URSS.

Todavía queda una gran tarea por hacer, la de mejorar las relaciones entre Europa y Estados Unidos, ya que la división se ha profundizado tras el 11-S debido al patente unilateralismo del Gobierno de Bush. La esencia de esta división es la siguiente: en la actualidad, Europa avanza hacia una construcción de carácter cuasi federal y basa su seguridad y el nuevo orden que impere en el planeta en el derecho internacional, la cooperación internacional, un peso cada vez mayor de los organismos internacionales, tales como la Corte Penal de La Haya, y marcos internacionales de acción medioambiental, etcétera. Y EE UU, que, al contrario que los países europeos, carece de la historia de un Estado-nación clásico, es el que está acentuando, tras el 11-S, su reivindicación de la soberanía nacional y de la libertad para tomar decisiones independientes, frente a la aspiración europea de establecer un orden mundial que se base en la cooperación y en normas de obligado cumplimiento para todos.

Si EE UU y sus aliados europeos no logran decantarse a favor de un equilibrio justo, por un lado, entre el internacionalismo europeo -con frecuencia, una muestra de debilidad y hasta de incompetencia espan-tosa- y, por otro, una tendencia excesivamente enérgica de EE UU hacia la acción -una parcialidad que podría asemejarse a los movimientos torpes y destructivos de un elefante en una tienda de porcelanas-, la división interna en Occidente podría convertirse en un elemento más a sumar al caos mundial, en lugar de lo que debería ser: una fuerza básica y vital en ese nuevo orden mundial posterior al trauma del 11-S.

Shlomo Ben Ami fue ministro de Asuntos Exteriores de Israel.

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