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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Bosquejos lúcidos y vitalistas

Publicada en 1936, dedicaba Willa Cather esta colección de ensayos, que la autora calificaba de 'bosquejos', a los lectores mayores de cuarenta años, suponiendo que los temas, experiencias y figuras literarias que centran sus páginas habrían sido barridos de los intereses de la gente más joven debido a los brutales cambios sociológicos y culturales acaecidos en el seno de la sociedad norteamericana después de la Primera Guerra Mundial. Afortunadamente para nosotros, Willa Cather -en caso de que tanto el título del libro como su nota inicial no fuera producto de la ironía- se equivocó, y, hoy día, los seis textos que configuran el presente volumen no sólo siguen interesando -¡y cómo!- al lector actual, sino que, contrariando a la propia autora, yo lo recomendaría a aquellos lectores menores de cuarenta años que, hartos de sentirse estafados y confundidos por los falsos valores lanzados al mercado librero, pero de veras interesados por la literatura, se las ven y se las desean para acertar en sus lecturas.

PARA MAYORES DE CUARENTA

Willa Cather Traducción de Alejandro Palomas Alba . Barcelona, 2002 147 páginas. 11,50 euros

Hace tres años que Willa Ca

ther dejó de ser una desconocida para el público español a raíz de que Alba publicara la soberbia Mi enemigo mortal y, posteriormente, Mi Antonia y Pioneros, tres novelas que daban la medida de las excelencias narrativas de la autora. Considerada una de las mujeres estadounidenses más sobresalientes de la primera mitad del siglo XX; perteneciente a una familia de origen irlandés y alsaciano, Willa Cather (Winchester, Virginia, 1876-Nueva York, 1947) pasó los primeros años de su vida en Nebraska, en un ambiente de colonos checos y escandinavos (problemática que nutre buena parte de su obra). Tras estudiar en la universidad de Nebraska, fue periodista, maestra, directora de varias revistas e incansable viajera por tierras americanas y europeas, y, cuando se encontró en condiciones económicas aptas para dedicarse únicamente a la escritura, abandonó el periodismo a una edad en que, superado el periodo de formación, gozaba de dos bienes idóneos para el tipo de libros que deseaba escribir: una sólida experiencia del mundo en el que le tocó vivir (los problemas sociales y humanos de la inmigración, por un lado, y la compleja personalidad de los artistas, la relación entre vida y arte, y las diferencias entre las sofisticadas gentes del este estadounidense y las del oeste, por otra) y un rico bagaje cultural, que vertebraría su otra faceta creativa: la del ensayo.

Incansable lectora (Flaubert,

Turguénev, Henry James, Hawthorne, Conrad y Stephen Crane eran sus escritores predilectos), en estos textos que conforman Para mayores de cuarenta se suman su amor por la literatura, su temple vitalista y su natural implicación en todas aquellas facetas de lo humano con las que su curiosidad por la vida y las personas que la rodeaban la empujan a interesarse.

Mezclando la crónica vivencial con la reflexión literaria, borda Willa Cather dos de los presentes 'bosquejos': los titulados Un encuentro casual y El 148 de Charles Street. En el primero narra su encuentro, en el comedor del Grand-Hôtel d'Aix-les-Bains, en 1930, con una vieja dama francesa de 80 años que, desde hace 35, acude cada año al lugar, con chófer y un caballete de pinturas. Una dama francesa que, de niña, le cuenta, se entretenía traduciendo el Fausto de Goethe; traducción que le corregía un escritor ruso llamado Turguénev, amigo de su tío, que, 'por cierto', también era un hombre de letras y se llamaba Gustave Flaubert. 'Quizá lo conozca usted... todo el mundo conoce su nombre, pero no sus obras', le dice madame Franklin Grout, quien no es sino Caro, la destinataria de Lettres à sa niece Carolina, de Flaubert, y editora, a la muerte de éste, de la inconclusa Bouvard et Pécuchet. Y a partir de ahí, de las conversaciones con la anciana francesa y sus comentarios (no le gustaba La educación sentimental, demasiado largo, 'trop de conversation', dice, y Frédéric, 'muy débil'), despliega Willa Cather un lúcido análisis de la obra de Flaubert en relación con la de Balzac ('la costumbre de Balzac de asumir el papel de sus personajes, de echarse al cuadrilátero y luchar y sudar con ellos, apoyándoles con todo su calor animal, debía de resultarle de muy mal gusto a Flaubert.

Quizá fuera esa calidad de vendedor de Balzac lo que llevó a Flaubert a decir de él en una carta dirigida a su sobrina Caroline: 'Es ignorante como una maceta y burgués hasta la médula'). Análisis fragmentados, surgidos a partir de alguna observación de Caro y que quedan como flotando en este salón del hotel de Aix, por donde, de repente, al nombrar la anciana a madame Arnoux (personaje que, al contrario de Frédéric, sí le gusta. 'Es encantadora', dice como refiriéndose a alguna persona conocida, de carne y hueso), la ve el lector cruzar la estancia, vestida con la elegancia que subyugó a Frédéric la noche en la que el joven cenó por primera vez en el 24 de la Rue de Choisel.

Este extraordinario talento de Cather para recrear vívidamente personajes y ambientes se pone también de manifiesto en el 'bosquejo' titulado El 48 de Charles Street, domicilio bostoniano de la viuda de James T. Fields (creador de la editorial Ticknor and Fields, que editó, entre otros, a Longfellow y a Hawthorne), a quien la autora visita en compañía de Sara Orne Jewett, escritora a quien dedica uno de los capítulos del libro.

A parte de los textos dedicados a la novelística de Thomas Mann y a los relatos de Katherine Mansfield, recomiendo muy encarecidamente el pequeño ensayo titulado La novela démeublée, una brillante exposición sobre el realismo. 'Existe una superstición popular según la cual el realismo se basa en catalogar una gran cantidad de objetos materiales, en explicar procesos mecánicos, los métodos de funcionamiento de fábricas y oficios, y en describir minuciosamente y sin omitir detalle sensaciones físicas'.

Y para ilustrar ese falso realis

mo recurre -¿cómo no?- al pobre Balzac, quien reprodujo sobre el papel la ciudad de París, las casas, las tapicerías, la comida, los vinos, el mundo del placer, el mundo de los negocios, el mundo de las finanzas; una ambición prodigiosa pero impropia de un artista. 'Las cosas que mantienen vivo a Balzac, los diferentes tipos de avaricia, vanidad e inocencia perdida de corazón que él creó, son tan vitales hoy como en su época. Pero el mundo material que los rodea, no'. Como contraposición, lo diferencia de Tolstói: 'La ropa, los platos, los fantasmagóricos interiores de esas viejas casas moscovitas son siempre una parte tan importante de las personas que unos y otros aparecen perfectamente sintetizados. No parecen existir tanto en la cabeza del autor como en la penumbra emocional de los mismos personajes'. Magnífico.

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