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Tribuna:HORAS GANADAS
Tribuna
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Hamlet de una noche de verano

Rafael Argullol

Estuve viendo hace unas semanas en Barcelona el Hamlet dirigido y adaptado por Peter Brook en una traducción al francés de Jean-Claude Carrière que está en la línea de las grandes versiones a este idioma que encabezó André Gide: un fenomenal ejercicio teatral basado en el absoluto predominio de la palabra gracias en parte a la extrema concisión de la escenografía. Sin apenas decorado, con la sola ayuda de alfombras, telas y almohadones manipulados con precisa versatilidad, Brook conseguía una continua metamorfosis ambiental demostrando, incluso, que el poder interno de los versos shakespearianos es tan fuerte que triunfa sobre países y culturas. La universalidad de la poesía de Shakespeare permite, en este caso, que las brumas del castillo medieval de Dinamarca den paso a un escueto paisaje de resonancias africanas.

También son de origen africano algunos de los principales actores: Emile Abossolo-mbo, que alterna los papeles del Espectro y de Claudio; el extraordinario Sotigui Kouyaté, que hace lo propio con los de Polonio y el sepulturero; William Nadylam es un Hamlet felino que lanza algunos versos como si fueran cuchillos y se mueve con una agilidad endiablada. Pero pese a su espectacularidad interpretativa, los tres actores -así como los demás que integran un elenco reducido- mantienen durante la entera representación una contención, rayana en la sobriedad, que favorece el protagonismo verbal sin distraer la atención del espectador hacia elementos periféricos. En la versión de Brook todo es, por así decirlo, central y cualquier palabra es tan necesaria como la anterior o la siguiente. La concentración que consigue es, creo, absoluta.

Pero también deja pensar, al contrario de lo que persiguen las representaciones construidas a través de apabullantes escenografías. Durante casi tres horas, que es lo que dura el espectáculo concebido por Brook, se ofrecen muchas oportunidades de intercalación mental en la obra. Sería curioso que pudiéramos plasmar en un texto, de Shakespeare o de cualquier otro autor, las sensaciones, pensamientos o simplemente ausencias con que recibimos su representación o participamos de su lectura. Si pudiéramos intercalar textualmente -y visualmente- nuestras propias aportaciones, el texto original se convertiría en un nuevo texto con sorprendentes rodeos, fulgurantes interrogaciones, oscuras huidas y abruptos vacíos. Quizá la auténtica obra sería la que se iría constituyendo con la subrepticia autoría paralela de anónimos lectores y espectadores. Con el paso de los años o de los siglos lo que llamamos 'el texto' sólo sería el pequeño vértice de un descomunal iceberg.

En esas tres horas, sin dejar de estar atado a lo que ocurría en el escenario de la mano de tan magníficos actores, huí muchas veces del estricto recinto shakespeariano y hacia rumbos muy distintos. Tuve tiempo para pensar en cien cosas ajenas al Hamlet propuesto por Brook y, entre ellas, en mi propio Hamlet, esa silueta que yo he ido dibujando a lo largo de años y que seguramente no coincide con la silueta que tantos otros han dibujado y, mucho menos, con la que imaginó Shakespeare en el momento de escribir su drama.

Personalmente tengo admiración por la obra pero no por el personaje. Como obra, Hamlet es la más perfecta de las escritas por Shakespeare y la segunda más perfecta de toda la historia, tras Edipo Rey, de Sófocles. Pero así como simpatizo con Edipo, con su lucha contra el destino, con su desgracia y, por fin, con esa sabiduría única que el mismo Sófocles reflejó en su última tragedia Edipo en Colono, el personaje de Hamlet ya no suscita mi simpatía si es que alguna vez en una primera aproximación pudo suscitarla.

Pensaba en esa silueta mía de Hamlet y la representación a la que estaba asistiendo me la corroboraba: un autista ensimismado en su propio narcisismo. Puede que Hamlet amara sinceramente a su padre, el anterior rey asesinado, pero en lo que se transluce luego hay más despecho que nítido deseo de justa restitución, más rencor que desesperación. Hamlet, sin mostrarle demasiado respeto, preserva la vida de Horacio, no tanto por ser su amigo sino su fiel servidor. Con todos los demás es una máquina implacable de desprecio que únicamente se engrasa por sus privilegios principescos.

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Cada vez que me he acercado a la figura de Hamlet mayor ha sido mi repulsión y, acaso injustamente, he acabado viendo su duda como cobardía y su fingida locura como argucia insoportable. Prefiero a la incestuosa pareja formada por su madre y su tío asesino, el nuevo rey Claudio, porque, pese a su crimen, parecen intentar vivir frente al acoso del perpetuamente infeliz e incapaz para la vida, Hamlet; prefiero al pobre Polonio, demasiado locuaz pero en definitiva un buen hombre, al que el príncipe autista asesina, llamándole luego, ocurrente, 'una rata'. ¿Y qué decir de la desdichada Ofelia, arrastrada, ella sí, a la auténtica locura y a la muerte sólo porque Hamlet es incapaz de enfrentarse directamente a lo que el espectro de su padre le ha solicitado?

Hamlet es el primer gran exponente de la adolescencia en cuanto a sistema de vida y en este sentido es un profeta de una época como la nuestra en la que el adolescente es la petrificada figura central: sin la imaginación viva del niño, sin la responsabilidad y la lucha del adulto, sin el saber del anciano. El adolescente perpetuo es aquel que rehuye, a cualquier precio, las pruebas de iniciación, o fracasa en ellas, disfrazando este fracaso recurriendo a la culpabilidad ajena. Como Hamlet.

No me gusta Hamlet y, no obstante, a disgusto con su protagonista, qué placer volver otra vez a Hamlet. Como toda obra maestra su misterio aumenta en cada nuevo abordaje. Y ésta es la enseñanza que podemos esperar de tales obras. ¿Alguien sabe qué quiso expresar exactamente el Giorgione en La Tempestad o Beethoven en la Gran Fuga? Cuando nos preguntamos qué nos quiso decir Shakespeare en Hamlet la respuesta es la misma: todo y nada. El barullo del mundo y lo que queda después del silencio. Hamlet va mucho más allá del extraño Hamlet. Se ramifica en sucesivas explosiones de ironía, temor y lucidez, dando pie a nuevas ramas. Pero siempre vuelve a ese tronco desconcertante y mágico que parece tener sus raíces en el centro de la Tierra.

Tres horas ante Hamlet dan para mucho, sobre todo ante una versión tan excelente como la de Peter Brook y en una noche de bochorno que acabó convirtiendo la Sala Maria Aurèlia Capmany del Mercat de les Flors en un delirio tropical. Al final, como siempre en Shakespeare, no hay respuesta. ¿Qué nos quiso decir? Matthew Arnold lo resumió muy bien: 'Otros admiten nuestra pregunta. Tú eres libre. Preguntamos y preguntamos. Tu sonríes...'. Quizá esperando que nuestro propio delirio dé sus frutos.

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