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¿Un Parlamento inútil?

Josep Maria Vallès

Las declaraciones del presidente del Tribunal Constitucional no suelen pasar desapercibidas. En su última comparecencia se ha referido a la institución parlamentaria. Hace años que Jiménez de Parga se pronuncia en público sin esquivar la polémica. Lo ha venido haciendo desde que le conocimos en las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona y en circunstancias tan poco propicias como eran las de la dictadura. Quienes estuvimos cerca de él aprendimos quizá no tanto su agilidad o su brillantez, pero sí un cierto sentido del riesgo intelectual y político. Nos enseñó incluso a discrepar de sus propias opiniones, tal como hemos hecho en más de una ocasión y seguiremos haciendo cuando convenga: en la cátedra, en el debate político o en la hospitalidad de su casa.

Sus palabras sobre el Parlamento han reavivado una vieja polémica. Porque la poca funcionalidad de muchos parlamentos actuales no es asunto reciente en los textos de ciencia política y de derecho constitucional. Incluso los manuales para principiantes señalan la decadencia de los parlamentos cuando analizan el sistema democrático en su conjunto. Describen bien que son inventos del siglo XIX, destinados a contrapesar la influencia de los monarcas constitucionales y de las camarillas que les rodeaban, y que su importancia fue declinando en favor del Ejecutivo.

La acción de varios factores -partidos disciplinados, intervención estatal en políticas sectoriales de complejidad creciente, creación de burocracias especializadas, profesionalización de la política- hizo que el centro de gravedad de la política democrática se desplazara hacia el Gobierno y la Administración pública. Desde entonces -y con pocas excepciones-, los parlamentos aparecen como un gran teatro apto para escenificar controversias, pero no para decidir cuestiones. El proceso legislativo y la elaboración presupuestaria son dirigidos por el Gobierno, con la mayoría gubernamental como comparsa complaciente y con la oposición minoritaria ejerciendo esforzadamente su derecho al pataleo reglamentario.

Quedaría como última justificación del Parlamento el ejercicio del necesario control sobre la actuación gubernamental. Pero ahí se da la gran paradoja: el que debe ser controlado -el Gobierno- suele controlar al controlador. Y no se trata de un trabalenguas. El Gobierno cuenta generalmente con mayoría parlamentaria suficiente para impedir que la oposición -minoritaria por definición- ejerza eficazmente su labor de control: lo revela el fracaso de las comisiones de investigación, pero también la ineficiencia de otros complejos mecanismos parlamentarios menos espectaculares e igualmente improductivos.

A ello se añade el ritual parlamentario: formalista, lento y excesivamente codificado. Un ritual que cuesta reformar, porque las mayorías gubernamentales se resisten obviamente a ello, mientras que las minorías tampoco manifiestan gran entusiasmo para alterar unas reglas a las que se adaptan con más o menos comodidad. El resultado es que el ritmo político de la calle avanza a velocidad de Internet, mientras que el ritmo parlamentario responde a la era anterior al ferrocarril, cuando los diputados acudían al Parlamento en diligencia.

Notemos, además, que los medios de comunicación de masas han acabado con la tantas veces reclamada centralidad del Parlamento. Son los medios los que marcan la agenda de sus debates, los que condicionan el estilo de las intervenciones, los que sentencian inapelablemente sobre 'ganadores' y 'perdedores' en el hemiciclo. La oportunidad -o, mejor, el oportunismo-, la capacidad para traspasar la pequeña pantalla o la frase estridente y efectista se imponen sobre las razones complejas de un argumento o la importancia de una cuestión contemplada a medio plazo.

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Si se tiene en cuenta, además, que muchos asuntos de importancia - grandes decisiones en política económica, monetaria, comercial, exterior, de defensa, etcétera- se dirimen a escala internacional y con muy leve intervención parlamentaria, no es exagerado afirmar que las asambleas han perdido buena parte de las atribuciones que la Constitución sigue atribuyéndoles.

Esta pérdida de influencia no afecta sólo al Parlamento. Afecta a todas las instituciones públicas: en sociedades complejas, tales instituciones son parte de una red más amplia de actores -sociales, mercantiles, territoriales, internacionales- de cuya concertación nacen las grandes orientaciones políticas. La gobernación -o la gobernanza- de una sociedad nace de esta concertación y no de la acción imperativa de las instituciones estatales.

Pero esta dinámica regresiva afecta más, si cabe, al Parlamento. ¿Hay corrección posible a esta dinámica? Algunos parlamentos europeos -dejemos a un lado otras experiencias poco transportables- han adoptado medidas interesantes. En primer lugar, abrir el Parlamento a la intervención abierta -y no subterránea- de grupos de interés, movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales y otros grupos ciudadanos: mejor contar con ellos a la luz del sol que reducirlos únicamente a la penumbra de los despachos o a la agitación callejera. En segundo lugar, neutralizar la posición dominante de la mayoría gubernamental cuando conviene controlar al Gobierno: ¿podemos seguir con la ficción del controlador controlado si queremos que el Gobierno se vea efectivamente obligado a rendir cuentas? En tercer lugar, incrementar la dotación de personal experto al servicio de los parlamentos: ¿es concebible, por ejemplo, que el Parlamento sólo cuente con expertos en derecho y no en otro tipo de relaciones económicas y sociales que tanta influencia tienen en la acción pública y social?

Si no se adoptan estas y otras medidas, aumentarán las críticas al excesivo número de diputados, a la insuficiente agilidad de sus actuaciones o a la superficialidad de sus enfrentamientos dialécticos. No sería positivo. Porque conviene recordar que, junto a críticas que aspiran a recuperar un papel más efectivo para el Parlamento, hay otras que nacen de la desconfianza en el valor mismo del debate democrático.

Josep M. Vallès es catedrático de Ciencia Política de la UAB y miembro de Ciutadans pel Canvi

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