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Por una definición del terrorismo

El terrorismo está obsesionando al mundo contemporáneo, y lo hace de distintas formas y en distintos contextos, con distintos actores y modalidades. Cuando parecía que el único tipo de terrorismo en que debíamos centrarnos era el global, el terrorismo 'innovador' del 11 de septiembre, y los recientes acontecimientos entre palestinos e israelíes nos han recordado que, en respuesta a nuevas situaciones políticas y militares, la patología del terrorismo puede, después de estar latente un periodo, volverse de repente aguda y virulenta, y puede hacerlo reapareciendo con cepas mutantes, contra las que los anticuerpos y las medicinas disponibles se muestran ineficaces. El terrorismo suicida en las calles de Israel es un buen ejemplo.

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Hoy definimos con el mismo concepto de 'terrorismo' fenómenos radicalmente distintos, como los cuatro aviones asesinos del 11-S y un adolescente palestino que salta por los aires en un cruce en Jerusalén. No hay que asombrarse de que el terrorismo, por su objetivo impacto político-militar, sus efectos psicológicos y las cuestiones morales que suscita, sea hoy el centro del discurso internacional y sea objeto de miles de artículos, debates, conferencias y mesas redondas en todo el mundo. Y, sin embargo, gran paradoja, nosotros no sabemos, literalmente, de qué estamos hablando, desde el momento en que aún no existe una definición de terrorismo universalmente aceptada.

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Los intentos de Naciones Unidas por llegar a una definición, indispensable para una convención global contra el terrorismo, han fracasado repetidamente desde 1972, y los 'realistas' se rinden sosteniendo que el empeño es imposible y está destinado al fracaso.

Quien reaccione con simpleza podría llegar a zanjar el problema diciendo: 'Cuando lo ves, sabes qué es...'. Pero si nuestro objetivo es acordar reglas comunes para afrontar el problema e intentar combatirlo, entonces la falta de una definición aceptada por todos es un problema real que debemos intentar superar.

¿De dónde surge la dificultad de llegar a un acuerdo sobre su definición? En un nivel más primitivo y grotesco encontramos la postura expresada por Bin Laden en uno de sus famosos vídeos: 'Hay dos tipos de terror. Uno bueno y uno malo. El que practicamos nosotros es terror bueno' . En esto no hay nada nuevo, a no ser la vieja pretensión -típica de la política totalitaria y de la religión fundamentalista- de que los medios utilizados en la persecución de una buena causa, la suya propia, queden exonerados del juicio moral.

Sin embargo, esta reivindicación se ha formulado también en términos más específicos y más políticos. Si queremos hacernos una idea clara de cuál es el principal obstáculo para llegar a una definición común, debemos examinar la Convención de 1998 de la Organización de la Conferencia Islámica (OIC, siglas en inglés) sobre la lucha contra el terrorismo internacional . Es interesante observar que, en la Conferencia que se realizó en Kuala Lumpur en marzo de 2002, el intento del primer ministro de Malaisia, Mahathir, de llegar a un acuerdo sobre una definición de terrorismo fue desbaratado por los ministros de Exteriores de la OIC, que declararon: 'Rechazamos cualquier intento de asociar el terrorismo con la lucha del pueblo palestino en el ejercicio de su derecho inalienable de establecer un Estado independiente con Al-Quds-al-Shafir como capital' [International Herald Tribune, 3 de abril de 2002]. El artículo añade: 'La declaración del martes se formuló pocas horas después de resultar evidente que la Conferencia se había bloqueado sobre la cuestión de si los kamikazes deben ser considerados terroristas o luchadores por la libertad'. El artículo 1 de la Convención contiene una definición de terrorismo que parece bastante indiscutible: '... cualquier acto de violencia o amenaza, prescindiendo de sus motivaciones o intenciones, perpetrado con el objetivo de llevar a cabo un plan criminal individual o colectivo con el fin de aterrorizar a la gente o amenazarla con causarle daño o poner en peligro su vida, honor, libertad, seguridad, derechos...'. Pero lo que sigue en el artículo 2 sólo puede definirse como devastador:

'La lucha de los pueblos, incluida la lucha armada contra el invasor extranjero, la agresión, el colonialismo y la hegemonía, que persigue la liberación y la autodeterminación de acuerdo con los principios del derecho internacional no se considerará un crimen terrorista'. Éste es el escollo más peliagudo, un problema que incluso después del 11-S ha hecho imposible que se llegue a una definición de terrorismo en la Sexta Asamblea General de la ONU.

La idea de que a los 'movimientos de liberación' se les permita utilizar el terrorismo (porque sin duda éste es el significado del artículo 2 de la Convención OIC) ha sido defendida duramente en la ONU no sólo por los países islámicos, sino también por otros países de lo que en otro tiempo se llamaba Tercer Mundo. Es evidente que esta posición es inadmisible: ¿podríamos imaginar jamás un artículo en la Convención sobre el Genocidio de 1948 que excluyera de la definición de delito los actos de genocidio cometidos en luchas de liberación y autodeterminación? ¿Y por qué no introducir un bonito artículo con una excepción análoga para la prohibición de la tortura contenida en la Convención de 1972?

Y, sin embargo, todos los datos de que disponemos dan testimonio del hecho, inquietante, de que una visión positiva y heroica del shahid es ampliamente aceptada por un grupo de apoyo que va desde los egipcios en paro hasta el embajador saudí en Londres, que escribe versos elegíacos sobre un 'mártir' palestino. Para gran desconcierto de los numerosos partidarios de la causa palestina (sobre todo en Europa), es evidente que en el mundo árabe-islámico son pocos los que tienen la voluntad o la capacidad de separar la causa (constitución del Estado palestino) de los medios (el terrorismo), y de condenar el terrorismo sin renunciar a apoyar su causa. Lo que hace que todo sea aún más inquietante y que no sea posible atribuir el recurso al terrorismo, ni siquiera el terrorismo suicida, a los 'fundamentalistas' inspirados por su fe en una vida feliz en el más allá: es evidente que hoy día el terrorismo suicida es un arma del nacionalismo radical (religioso o laico), no del fanatismo religioso. Y ese terrorismo está generalmente, si no universalmente, incluido en el concepto más amplio de lucha armada sin escrúpulos morales o políticos respecto a su naturaleza específica o sus implicaciones.

Por si alguien fuera propenso a pensar que este modo política y moralmente ambiguo de concebir el terrorismo es una característica 'árabe' o 'islámica', una cita -sólo como ejemplo de convicciones que se expresan a menudo en círculos occidentales y democráticos- debería bastar para despejar el equívoco: 'Para garantizar la coherencia en la guerra contra el terrorismo es importante hacer una distinción entre movimientos democráticos legítimos y grupos canallas que usan la violencia para conseguir objetivos infames. Esta distinción es esencial para que la guerra contra el terrorismo no se utilice para justificar la opresión de los que ejercen su derecho a la autodeterminación' .

Escuchemos también la voz de uno de los más conocidos y respetados políticos ingleses, Paddy Ashdown: 'Debemos distinguir entre 'combatientes por la libertad' y 'terroristas'. Pero esto no debería ser tan difícil: la carta de la ONU consagra el principio de democracia. Se podría definir como terrorista a todo grupo que use el terror contra un Gobierno democrático' .

Las implicaciones de este tipo de razonamiento son inquietantes y hacen que sea imposible imaginar cualquier posibilidad de poner fuera de la ley al terrorismo, como ocurrió con el genocidio y la tortura, que han sido desterrados de la civilización humana. En efecto, si por el contrario el 'terror contra un Gobierno no democrático no es terror', entonces envenenar niños en una guardería en la Alemania nazi no habría sido terrorismo, igual que no habría sido un acto terrorista hacer saltar por los aires un rascacielos en el Chile de Pinochet. Sería curioso, en efecto, que después de haber rechazado la 'excepción de la liberación nacional' para la condena y la abolición del terrorismo, reclamáramos una 'excepción democrática'.

El terrorismo, naturalmente, no concierne a los fines, sino a los medios. Y no se define por la naturaleza de quien lo comete ni por la legitimidad de la causa, sino más bien por la naturaleza del objetivo, un objetivo que carece de toda relevancia militar, pero que posee en cambio otro alcance político-psicológico. Por lo tanto, no toda violencia no estatal, no convencional, insurreccional, es terrorismo. La guerrilla no es terrorismo. Pero es precisamente aquí donde el problema creado por quienes quieren exonerar cualquier violencia 'de liberación' se complica ulteriormente para quienes -en el lado opuesto- quieren incriminar como terrorista cualquier violencia insurreccional o guerrilla.

Y, sin embargo, es muy sencillo: el ataque a una unidad militar es guerrilla; una bomba en un restaurante -o un avión que se estrella voluntariamente contra un edificio civil- es terrorismo. Está claro que son acciones diferentes, aunque las lleven a cabo los mismos movimientos armados. Distintas militarmente, distintas políticamente, distintas moralmente: ¿por qué no deberían serlo también jurídicamente? . El contenido de un memorando interno del redactor jefe de Reuters sólo se puede considerar desconcertante (y producido además por una malentendida actitud políticamente correcta unida a una idea confusa): 'Todos nosotros sabemos que lo que para unos es un terrorista, para otro es un combatiente por la libertad, y que Reuters apoya el principio de no usar la palabra terrorista. Para ser francos, se añade poco si llamamos el ataque al World Trade Center ataque terrorista' .

Sería ingenuo pensar que se puede desterrar cualquier violencia surgida de motivaciones políticas, pero quizá podamos ponernos de acuerdo sobre el destierro de un aspecto muy concreto de la violencia: la dirigida contra objetivos indefensos, no militares, con el fin de obtener resultados políticos y psicológicos.

Pero, llegados a este punto, surge otro problema. ¿Existe el llamado 'terrorismo de Estado'? Sobre este asunto, las posiciones en el debate de la ONU sobre la definición de terrorismo se invirtieron, desde el momento en que Estados Unidos y otros países desarrollados se resistieron a que se ampliara la definición -reclamada sobre todo por los países árabes, en un intento de acusar a Israel de terrorismo- a los actos cometidos por los Estados.

No hay duda de que los Estados pueden cometer acciones de tipo terrorista, en la medida en que realizan acciones de guerra con el fin no tanto de debilitar la capacidad militar del enemigo, sino más bien de doblegar su voluntad atacando objetivos civiles. Tanto desde el punto de vista moral como político, no hay duda sobre la naturaleza terrorista del bombardeo indiscriminado de civiles, ya sea convencional o nuclear. Sin embargo, no parece que se necesiten nuevos instrumentos jurídicos internacionales para condenar este tipo de acciones: disponemos de las Convenciones de Ginebra, con su prohibición de apuntar a objetivos civiles. El derecho internacional ya prohíbe a los Estados cometer este tipo de crímenes de guerra.

El problema actual consiste en hacer avanzar las reglas internacionales más allá del sistema centrado en el ámbito en que se crearon. Debemos concentrar nuestros esfuerzos en hacer frente a la violencia que se presenta bajo nuevas formas que no proceden necesariamente de los Estados, y que por lo tanto no se pueden combatir con el arsenal de reglas que los Estados han desarrollado a lo largo de la historia para encauzar sus relaciones.

Ni el intento de excluir de la definición de terrorismo nuestras causas, sea cual sea la forma en que las persigamos, ni banalizar la definición incluyendo toda forma de violencia ilícita, podrá ayudarnos a llegar a un acuerdo ventajoso para todos, como la Convención de Ginebra o la abolición de otros crímenes contra la humanidad como el genocidio y la tortura. Un acuerdo que sería también una contribución muy positiva al esfuerzo de detener la locura actual en Oriente Próximo.

Roberto Toscano es diplomático italiano.

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