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HORAS GANADAS
Columna
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El desollador de serpientes

Rafael Argullol

Cuando el pintor noruego Edvard Munch, siendo todavía joven, ganó una beca para estudiar en París tuvo la ocurrencia, tras el primer entusiasmo por los impresionistas, de continuar viaje hacia el Sur e instalarse en Montecarlo. Para justificar la sustitución de la capital del arte por la capital del juego Munch alegó que no había mejor laboratorio que un casino para experimentar la profundidad visual de las emociones humanas: derrotado o triunfante, el jugador ocultaba sus reacciones para únicamente dejar entrever, aquello que precisamente quería captar el pintor para acceder no a la superficie, sino, como él mismo escribió, 'a las profundidades de un alma'.

Con el tiempo Munch ni siquiera quería pintar las emociones individuales puesto que aspiraba a expresar la emoción en sí misma. No quería pintar el rostro de un hombre celoso o una mujer angustiada sino, en su estado puro, los celos o la angustia. Schopenhauer había escrito que no era posible pintar el grito. Munch le respondió con su obra más célebre, El grito, donde, en efecto, el espectador no se halla ante un hombre que grita, sino ante un grito cósmico del que el protagonista del cuadro es sólo un mediador enmascarado: es probable que la danza de máscaras que contiene la obra madura de Munch se forjara realmente en la escuela implacable del casino de Montecarlo.

Comoquiera que fuese, se trataba de una vuelta de tuerca. Durante siglos, la pintura europea se había empeñado en una progresiva conquista de los caracteres individuales. Desde el Renacimiento hasta Courbet, la fascinante historia del retrato pictórico es una aventura dirigida a capturar el movimiento y la expresión de los cuerpos. Podríamos interpretar casi enteramente la evolución de la civilización europea a través de la crónica del retrato: no hace falta extenderse en la emergencia de la burguesía septentrional si tenemos delante los retratos de Frans Hals o Rembrandt, de la misma manera que los de Goya dedicados a los Borbones nos resumen la decadencia de la aristocracia.

Pero Munch perteneció ya a una época en que la pintura no sólo había dejado de tener el monopolio del retrato, sino que estaba en franca retirada ante la avalancha de la fotografía. Él mismo, en la segunda mitad de su vida, mientras recreaba una y otra vez las máscaras, desdobló su actividad artística incorporando, junto al pintor, al fotógrafo. Mientras la pintura moderna derivaba hacia la abstracción o representaba la existencia 'contra la realidad', la fotografía tendía a hacerse con el nuevo monopolio del retrato.

No obstante, desde el principio, pese a que tantos fotógrafos tomaron como referencia a la pintura, el retrato fotográfico tuvo algo de escultórico y mucho de espectral. La pintura había buscado desesperadamente poseer la realidad a través de las ilusiones de volumetría, movimiento y profundidad. El fotógrafo, por el contrario, al utilizar una técnica que ya partía de la posesión real ha perseguido poseer la idea, el aura, el alma (lo que explica, por cierto, la resistencia de los indios norteamericanos ante las cámaras fotográficas). El retrato pictórico es más ilusorio, pero es asimismo más próximo y cálido; el retrato fotográfico, más verdadero, tiene un efecto distanciador que le otorga gelidez. Por particularizados que sean los rasgos de la cara capturada, la fotografía no deja de mostrar una máscara parecida a las pintadas por Munch en la que, como en éstos, parece estar aprisionado el espíritu del fotografiado.

No he podido dejar de pensar en Munch y en su relato del casino de Montecarlo -una historia en la que el pintor está dejando paso al fotógrafo- al contemplar los extraordinarios retratos de Richard Avendon que conforman In the american west (expuestos actualmente en Caixafòrum de Barcelona). Realizadas entre 1979 y 1984, las fotografías de Avendon se internan en el vacío del oeste norteamericano, aunque no con la mostración de los gigantescos cañones o las interminables carreteras que cruzan la tierra como cicatrices en la nada, sino con la presencia dura y formidable de algunos de sus pobladores. Son imágenes crudas y en ocasiones crueles, pero también oscuramente entrañables. Por encima de todo son imágenes que recogen, creo, la esencia misma del retrato fotográfico: esculturas fantasmales, llamas petrificadas, auras robadas.

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El propio Avendon ha explicado la austeridad rigurosa que se exigió durante el desarrollo de todo el proyecto: los distintos personajes eran retratados al aire libre, a la luz del día, aunque a la sombra para evitar los reflejos originados por la luminosidad solar. Al fondo se colocaba en todos los casos una gran hoja de papel blanco sobre la que se recortaba el cuerpo retratado. A los modelos, Avendon les pedía la menor expresividad posible, de modo que aquellos abruptos jugadores de la vida aparecieran tan inmutables como los jugadores de la ruleta o del black-jack a los que Munch apelaba.

El resultado es un inquietante contrasueño americano, un desfile demoledor de espectros que parecen haber dejado la esperanza en un olvidado recoveco del camino. Pero simétricamente, al evitar Avendon el patetismo fácil, la escenografía blanquinegra está cubierta por un extraño rastro de salvaje grandeza que devuelve la dignidad a esta galería de rostros derrotados.

Laura Wilson, que acompañó a Avendon a lo largo de este lustro de periplos, ha recordado los mundos imposibles y mágicos en los que nacieron las fotografías. El primer retratado fue Boyd Fortin, un muchacho de 13 años, desollador de serpientes de cascabel en el oeste de Tejas. En su pueblo había un Rodeo de la Serpiente de Cascabel y cada año se elegía a Miss Encantadora de Serpientes, y un sábado por la noche se celebraba el Baile de la Serpiente de Cascabel. Todo ese mundo está en el retrato de Richard Avendon, como los otros mundos están en los otros retratos (tal como sucedía en las pinturas de Hals, Rembrandt y Goya). El del apicultor de California. El del empaquetador de carne del matadero de Nebraska. El del hombre perdido en el valle de Utah que de vez en cuando veía al tren zigzagueando por la pradera: 'El silbato del tren es el sonido más solitario que has oído en tu vida'. El del mundo de la mina de carbón de Stanbury, en el Estado de Wyoming, donde el minero Roger Tims desuella el subsuelo como Boyd Fortin desollaba las serpientes. Hace falta observar atentamente el retrato que le hizo Richard Avendon para comprender el significado de sus palabras: 'Me gusta. De verdad que me gusta estar ahí abajo. Allí nadie te encuentra'.

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