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Columna
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Algo tenaz y oscuro

Josep Ramoneda

Jean Baudrillard, que no es precisamente santo de mi devoción, ha apuntado con precisión al centro del espacio lepenista: 'Le Pen encarna algo más que unas ideas políticas o un resentimiento categorial, algo tenaz y oscuro, refractario a la razón política y que se regenera con esta disidencia'. Esta dimensión 'tenaz y oscura' es una amenaza latente que habita en diversos grados y niveles de profundidad en las zonas opacas de la conciencia humana y que, a veces, se destapa en formas de violencia, agresividad o intolerancia que en determinados momentos pueden convertirse en fenómeno colectivo. Sobre este sustrato se han construido las distintas mutaciones que ha tenido el fascismo. Y la xenofobia ha sido habitualmente una de sus primeras manifestaciones. De todo ello hay expresiones permanentemente. En tiempos de baja tensión social acostumbra a desplazarse hacia territorios donde toma formas ritualizadas como el fútbol, que opera como vomitorio de la violencia social. Esta dimensión del fútbol está tan integrada que nadie repara en los odios tribales que allí se congregan ni en el lenguaje militarista, sectario e intolerante que casi siempre acompaña al espectáculo. A veces, algún factor externo o interno actúa como catalizador y hace que la violencia allí concentrada estalle más allá de lo que implícitamente se daba por aceptable. Es el momento en que las almas bellas se sorprenden de que pasen cosas así y sacan el insoportable repertorio de jaculatorias mientras las autoridades dicen cínicamente que esta vez sí afrontarán el problema.

El aumento de los umbrales de violencia en el fútbol es, a menudo, expresión de un aumento de la tensión en la calle, y algo de ello ocurre en este momento. Precisamente porque sabemos que los individuos en particular y la sociedad en general somos portadores de esta explosiva cuota de oscurantismo, las instituciones democráticas deben velar para que estas pulsiones, al despertarse, no lleguen a hacer masa crítica y deben estar armadas en lo ideológico y en lo político para hacerles frente. Desde el punto de vista ideológico, forma parte de la cultura democrática el rechazo a la xenofobia, al racismo y al fascismo. Sobre esto, caben pocas concesiones. Cualquier intento de restarle importancia es peligroso porque finalmente lo que hace es normalizar algo absolutamente contrario a las bases de la convivencia democrática. La claridad en la definición y defensa de los valores democráticos no significa que no se deban atender los problemas que pueden estar en el origen del cíclico despertar de estas tenaces y oscuras pulsiones políticas. Es evidente que, en una sociedad que combine amplios niveles de libertad con un grado satisfactorio de cohesión social, es más improbable que se den las condiciones para la irrupción de la política del rechazo al Otro y de la intolerancia. Por tanto, el progreso global de la sociedad es el mejor antídoto. Y, en momento de grandes y acelerados cambios, la atención primordial a los que sufren las peores consecuencias de todo ello es la mejor vía para evitar la aparición de la xenofobia organizada. A pesar de ello, no debemos olvidar que no siempre son quienes viven en peores condiciones los más sensibles a las voces de la intolerancia y del rechazo. Hay mucho personal seducible entre las clases medias agobiadas por las frustraciones.

Lo preocupante de la situación actual es la reacción de las clases dirigentes y, en particular, de la derecha, especialmente en España, en que José María Aznar ha actuado como pionero. Una reacción que tiene dos caras: por un lado, la comprensión con los que tienen comportamientos xenófobos (y la descalificación de quienes quieren defender los principios democráticos elementales); por otro, la adopción de la agenda de la extrema derecha sin modificar en nada los términos.

Aznar ha lanzado su ritual ofensiva contra lo políticamente correcto. Es urgente que un biógrafo nos explique dónde se forjó -quien le insultó en la escuela o en la Universidad- su resentimiento contra todo lo que suene a progre. Toda corrección política es una castración mental; por tanto, no defenderé ninguna de ellas, ni la del viejo izquierdismo, ni la actualmente dominante, que es la que viene de Estados Unidos y de la globalización de vía única. Sorprende que un hombre como Aznar, tan escrupuloso en el cumplimiento de la corrección política emanada del FMI, acuse a los demás de un pecado semejante, aunque de otra religión. Pero el problema no es éste. El problema es que al descalificar cualquier posición que recuerde los principios básicos de la cultura democrática sobre el racismo y la xenofobia, Aznar está dando carta de naturaleza al discurso que arrastra a estas gentes preocupadas que ellos dicen comprender. Y esta derecha está, al mismo tiempo, otorgándose permiso a sí misma para salir del sistema de valores democráticos en nombre de la seguridad y de la inmigración; es decir, los mismos argumentos que expresan Le Pen y compañía.

Ahí está la peligrosa y deliberada confusión. Una cosa es comprender los problemas de la ciudadanía -evidentemente, no hay política de inmigración responsable que no atienda los problemas que ésta pueda generar a algunos sectores sociales autóctonos-, otra muy distinta convertir esta comprensión en ambigüedad o desprecio de los valores y los principios democráticos. Es verdad que todos los votos del electorado son iguales, pero hacer oportunismo en esta materia es jugar con material explosivo. La derecha española lleva tiempo haciéndolo. ¿Hasta cuándo podrá tensar la cuerda de los valores democráticos para ganar más votos sin perderlos por el otro lado?

Maragall tiene razón cuando dice que lo de Premià no es una anécdota, y precisamente por ello hay que afirmar el rechazo a la xenofobia. Pero hay que recordar también a los inmigrantes que hay valores que defenderemos con intransigencia: por ejemplo, la igualdad de la mujer; en este caso, el respeto a la señora alcaldesa. La señora Ferrusola y el señor Barrera deberían reflexionar cuando el ultraderechista Josep Anglada agita los sentimientos xenófobos apelando a sus palabras. La comprensión ideológica acaba traduciéndose en complicidad política. La seguridad no puede ser la de Le Pen. Sin embargo, hay prisas en apuntarse al discurso de la seguridad sin querer mirar a las causas del malestar reinante. Al contrario, pronunciando la demagógica ecuación aznarista: inseguridad igual a inmigración. Decididamente, este trasfondo tenaz y oscuro de la conciencia política que Baudrillard describe está muy extendido.

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