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El fin de la permisividad

Joaquín Estefanía

1. Democracia y capitalismo. Puede haber capitalismo sin democracia -lo fueron la España de Franco o el Chile de Pinochet-, pero no al revés. Lo ha teorizado Amartya Sen y lo corrobora la historia. Para que funcione este nudo gordiano de nuestras sociedades, ambos términos deben mantenerse en un cierto equilibrio. En sus virtudes y en sus defectos. Desde hace algún tiempo hay una descompensación notable: la democracia avanza poco a poco, pero pierde en calidad y participación pública, mientras el capitalismo es el único sistema socioeconómico que existe realmente y va acompañado de abusos, escándalos y complicidades. Vivimos, pues, en un sistema deforme, con un brazo, el económico, más vigoroso que el otro, el político.

El 11de septiembre no es sólo una frontera entre dos épocas marcadas por el terrorismo global. Casualidad o no, alrededor de esa fecha se desvela una forma de hacer negocios de la que estaban al tanto miles de iniciados, pero que permanecía oculta para el común de los ciudadanos. El escándalo de la empresa Enron (contabilidad creativa, pasarelas entre el poder político y el poder económico, información confidencial, manipulación al alza de los precios, fraude a los accionistas y a los trabajadores, etcétera) reveló que el capitalismo de amiguetes no era propiedad de los países emergentes o en vías de desarrollo como se nos había dicho, sino que estaba instalado en el corazón del sistema. Enron no es una excepción. La justicia investiga sobre los conflictos generalizados de intereses; por ejemplo, un banco recomienda a los ciudadanos que quieren acudir a la Bolsa que inviertan comprando acciones de una empresa que le ha contratado, a sabiendas de que ese valor no tiene futuro: un engaño. Así pueden caer muchas firmas del ghotta financiero de Wall Street. Si a ello se le une el descrédito de las compañías auditoras o de las agencias de calificación crediticia, el desequilibrio se hace más notable.

Esos abusos y la lejanía del poder financiero de las decisiones cotidianas de los ciudadanos, motivada por una forma de aplicar la globalización, contribuyen a la anomia de lo político y al demérito de sus representantes directos. Generan desistimiento ciudadano.

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Lo peor del escándalo de Enron en Estados Unidos o del BBVA en España no es, con ser lamentable, haber sacado del balance -es decir, del control de sus dueños- una parte de sus cuentas; o los fondos de pensiones de que se dotaron en el primer caso algunos ejecutivos, y en el segundo determinados miembros del consejo de administración. Lo estrepitoso es la comparación: en Enron, los ejecutivos utilizaron la información confidencial para enriquecerse o protegerse de los malos tiempos mientras el resto de los empleados veían tambalearse sus pensiones y su futuro. En España los consejeros se abastecieron de un fondo de pensiones para corregir una bajada en su remuneración mientras que decenas de miles de empleados tenían que soportar la tensión de una fusión empresarial (despidos, traslados, cierre de sucursales, jubilaciones anticipadas, etcétera).

No son ejemplos aislados. Hay un interesante debate en el mundo sobre los sueldos de los principales directivos de las compañías. Dos ex consejeros delegados del grupo helvético-sueco ABB tuvieron que devolver a la compañía parte de los incentivos que cobraron por abandonarla (93 millones de euros) en un intento de mejorar su reputación personal, puesta en entredicho al conocerse públicamente las cifras percibidas por los ejecutivos. En el momento álgido de la nueva economía -antes de abril del año 2000- la distancia entre los emolumentos (con todos sus componentes, incluidas las opciones sobre acciones) del primer ejecutivo de una gran multinacional americana y el más humilde de sus empleados había llegado a la proporción de 420 a uno. Proporción escasamente cohesionadora.

2. Rebelión de las élites. Todo ello manifiesta una tendencia sociológica original. Frente a la orteguiana rebelión de las masas, lo que se está dando en la práctica es la rebelión de las élites, en concepto desarrollado por Christopher Lasch: el momento en que grupos privilegiados de actores sociales y políticos, representantes de los sectores más aventajados de las sociedades, se liberan de la suerte de la mayoría y dan por concluido de modo unilateral el contrato social que los une como ciudadanos. Al aislarse en sus redes y enclaves de bienestar -en su mundo-, esas élites abandonan al resto de las clases sociales a su albur, fragmentan las naciones y traicionan la idea de una democracia concebida por todos los ciudadanos. La rebelión de las élites erosiona el capital social como argamasa que mantiene unida a la sociedad. Existe un acuerdo no escrito entre los ciudadanos, sus élites y su Estado, que se ha denominado contrato social. Este contrato exige la provisión de protecciones sociales y económicas básicas, incluyendo oportunidades razonables de empleo: un cierto grado de seguridad por el hecho de ser ciudadano. Una parte de ese contrato social contemplaba una cierta equidad: que los pobres compartan las ganancias de la sociedad cuando la economía crece y que los ricos se distribuyan parte de las penurias sociales en momentos de crisis. Esto es lo que se está rompiendo. Colombani lo acaba de definir para Francia ante la aparición de Le Pen: 'Crisis del vínculo político'.

3. Estado del bienestar y Mayo del 68. Las dos últimas décadas de dominio de la revolución conservadora han estado ocupadas en el debilitamiento del Estado del bienestar. El discurso económico ha devenido en discurso político. No lo han conseguido del todo, pues la defensa del welfare y su universalización sigue convocando a muchos ciudadanos a la resistencia (por eso han escogido los sindicatos españoles los derechos de protección al desempleo como bandera de una futura movilización). Pero los neoliberales sí han logrado instalar en el razonamiento público esa ideológica contradicción entre eficacia y solidaridad.

Lanzada esta carga de profundidad de matriz económica pero de consecuencias políticas, ahora se ha reanudado la ofensiva en el terreno de los valores. De Mayo del 68 apenas se recuerdan los motivos concretos que provocaron las movilizaciones de los estudiantes, pero sí una forma de entender la vida: abierta, progresista, laica, ecológica, feminista, transparente. A partir de ahora el progresismo está mal visto y es trasnochado; el laicismo se lanza por las alcantarillas, y las sectas religiosas, muchas de ellas absolutamente opacas, penetran en los aparatos del Estado (sobre todo en la justicia) y en los puestos más relevantes de la sociedad

civil, mientras se vuelve a hablar del Bien y del Mal como dialéctica de los conflictos; la enseñanza pública y gratuita es puesta en la picota y se multiplican las contrarreformas con olor a incienso; incluso vuelve a hablarse de la energía nuclear, que había sido sacada de nuestro universo. Hay que poner cotos al mestizaje, y, si los inmigrantes son necesarios, que sean blancos y culturalmente lo más similares a nosotros.

Tras la dominación económica, la nueva derecha en el mundo pretende la hegemonía civilizatoria.

4. Hiperseguridad e infralibertad. El ambiente propiciado por los atentados del 11 de septiembre facilita la compulsión hacia la seguridad, concepto hasta hace poco más familiar a la derecha que a la izquierda. Ha salido de la agenda la ampliación de las libertades y avanzan a fuerza de votos los cirujanos de hierro, sin necesidad (por ahora) de acudir a los toscos golpes de Estado de antaño. El garantismo del Estado de derecho, que tan caro nos ha sido a los españoles después de nuestras peripecias de la transición, ha pasado de moda. Sólo las minorías se interesan por lo que está pasando en Guantánamo con los prisioneros talibanes o con los detenidos sospechosos de terrorismo en EE UU. La directora del Consejo de Seguridad de EE UU, Condoleezza Rice, se felicita de la buena relación entre el presidente de ese país, George Bush y José María Aznar en términos de autoridad: 'Aznar y Bush tienen buena química, el presidente admira a los líderes fuertes, y Aznar lo es'. La fortaleza como razón primera del liderazgo.

Se vincula automáticamente la noción de inseguridad con la de emigración, lo que significa dar respuestas simplistas a problemas complicados, un lance familiar a los tiempos del autoritarismo.

5. El fin de la permisividad. Mientras encontramos el vector definitivo de estas tendencias, al menos provisionalmente debemos convencernos de que nos llevan a lo que el intelectual reaccionario americano Paul Johnson ha llamado 'el fin de la permisividad'. Los excesos del capitalismo global que provocan la exclusión y la desconfianza, el desgajamiento de los más poderosos (una sociedad dual por abajo y otra sociedad dual por arriba), la emergencia de los valores más conservadores y del autoritarismo como norma son las avenidas por las que parece circular el mundo en este inicio de milenio. La globalización no va bien y genera inseguridad en una cantidad creciente de ciudadanos que observan cómo retroceden parte de los derechos adquiridos como ciudadanos o cómo no llegarán nunca a los estándares de libertad y de bienestar que han disfrutado los más agraciados.

Para corregir esta coyuntura se necesita domesticar la globalización. Más globalización, pero más regulada. Tenemos un gobierno mundial (el de EE UU), pero no un Estado mundial que sirva para favorecer la acción colectiva global y para recuperar la importancia de los bienes públicos globales. Ir hacia delante, no hacia el populismo y la autarquía que caracterizaron al viejo fascismo, que puede reaparecer con los ropajes nuevos de los buhoneros del disparate. La distinción más relevante que hay entre la ideología y la realidad es que esta última reconoce las limitaciones del conocimiento. Hay incertidumbres, no infalibilidad. Mientras los ciudadanos se interrogan acerca de sus riesgos crecientes, las élites se sienten cómodas, instaladas en sus recetas y separadas de la suerte de los más. Frente a la ideología de la globalización feliz, Touraine ha advertido de que, a finales del siglo XIX y en buena parte del XX, las naciones que habían perdido el control de sus economías se lanzaron de cabeza hacia el populismo y el nacionalismo; si hoy nos sometemos a los intereses de un capitalismo abusivo, sin cohesión y sin solidaridad, estaremos preparando un siglo XXI todavía más violento y militarista de lo que haya podido ser el siglo XX. Será el fin de la era de la permisividad.

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