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Francia o la teoría del caos

La presencia de Jean-Marie Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales ha provocado una enorme conmoción en Francia y, por extensión en toda Europa, ya suficientemente angustiada por la proliferación de movimientos neofascistas en países tan cultos como Austria, Italia o Bélgica. De la misma manera que en los años 30 todo el mundo se preguntaba cómo los alemanes, que habían leído a Kant y escuchado a Beethoven, podían enamorarse de un programa tan zafio como el de Hitler, ahora nos asombramos de que los compatriotas de Descartes, de Leonardo da Vinci o de Ilia Prygogine puedan votar a líderes tan groseros como Le Pen que no ha dudado en calificar el holocausto como 'un detalle de la historia', como Haider que se refiere a los países del Mediterráneo como 'países de piojos', como Bossi que quiere 'mandar al fondo del mar los barcos de kurdos' o como el flamenco Elbers que cree que hay que emancipar a las mujeres 'después de los negros y justo antes que a los simios'.

Sin embargo el éxito de estos movimientos neofascistas no es la peor noticia de estos días, porque, si bien se mira, los resultados electorales del Frente Nacional no son significativamente mejores que los que consiguieron en las elecciones presidenciales de 1995. Lo peor es que en un país tan racionalista como Francia, el éxito de la ultraderecha ha ido acompañado del ascenso de otros partidos antisistema como los troskistas, y por una abstención masiva. Diríase que los franceses, están hoy tan hartos de los partidos tradicionales y tan alejados de las instituciones republicanas como lo estaban los alemanes de la República de Weimar. Muchos franceses sienten hoy que sus calles no son tan seguras como antaño y proyectan su miedo sobre unos emigrantes cada día más numerosos y menos integrados. De ahí al miedo al otro, a la xenofobia, al racismo, al atrincheramiento detrás de las fronteras nacionales no hay más que un paso. En realidad, Le Pen, cuando aboga por dar trabajo a los franceses antes que a los emigrantes, por cerrar las fronteras a los productos foráneos o por culpar a la UE de todos los males, no dice nada que no hayamos leído antes en Sabino Arana, en Arthur Gobinau, en Houston Stewart Chamberlain y en los demás apóstoles del nacionalismo y del etnicismo que tantas veces llamaron a clan a sus tribus.

Contribuye también a explicar el éxito del Frente Nacional la crisis de una izquierda que llegó a movilizar a la mitad de los electores hace no muchos años. El Partido Comunista, que fue uno de los más poderosos de la Europa Occidental en tiempos de Thorez, es una ruina desde que cayó el muro de Berlín, sin que hasta el momento los intentos de construir un comunismo no leninista sean poco más que banderín de enganche para los grupos antisistema. Muchos de sus antiguos votantes, precisamente los que viven en los barrios más marginales o los que ven más amenazados sus puestos de trabajo por los recién llegados, han optado por el Frente Nacional. Pero con ser significativo que el Partido Comunista haya desaparecido, es mucho más preocupante que los socialistas hayan perdido el rumbo, porque la socialdemocracia ha sido en la posguerra pieza básica de las democracias occidentales y motor esencial -con la democracia cristiana- de la construcción europea. Los socialistas, después de Maastricht, han perdido toda referencia doctrinal, porque después de abjurar de Marx han enterrado también a Keynes. Los socialistas de hoy defienden la estabilidad de los precios y el equilibrio de las cuentas públicas con más ardor que el propio Milton Friedman y sus Chicago boys, y, aunque con cierto dolor en el alma, parecen convencidos que la liberalización de los mercados de bienes, servicios y capitales y la flexibilización del mercado de trabajo son las únicas recetas para no seguir arrastrándonos detrás de los americanos. ¿Cuál es entonces la diferencia entre este socialismo de nuevo cuño y la economía social de mercado que desde Müller-Armack constituye la seña de identidad de la democracia cristiana? ¿Cómo distinguir el programa de Chirac del de Jospin, si no es porque éste arrastra un poco más los pies cuando se habla de privatizaciones o promete recortar un poco más la jornada laboral? Así, no es extraño que muchos franceses hayan creído, como les ha dicho Le Pen, que Chirac y Jospin son la misma cosa y que sólo él constituye una alternativa real.

Pero dicho todo esto, creo que la conmoción que han provocado las elecciones francesas durará poco. Chirac va a ser llevado a la presidencia casi como Luis Bonaparte y los socialistas tendrán un magnífico resultado en las elecciones legislativas de junio si, como todo hace suponer, la segunda vuelta se disputa entre un candidato del centro-derecha, otro de extrema-derecha y otro de la izquierda plural. Los comentaristas pontificarán entonces que las aguas han vuelto a su cauce.

Sin embargo, los problemas seguirán ahí porque los franceses intuyen que la economía francesa, como el resto de las europeas, debe ser reformada en profundidad si quiere llegar a ser en los próximos años una de las más competitivas y dinámicas del mundo; pero nadie les explica cómo abordar este proceso sin que se rompa el contrato social que ha sido hasta ahora el cimiento de su convivencia. ¿Cómo flexibilizar las leyes laborales para crear más puestos de trabajo, sin que los que cobran el subsidio de desempleo se vean amenazados? ¿Cómo reducir las cotizaciones sociales para crear empleo sin poner en riesgo las pensiones de jubilación? Los franceses saben también, como se ha demostrado en esta campaña, que la inmigración es imparable y además necesaria para garantizar las prestaciones sociales del futuro, pero temen que los recién llegados les quiten su puesto de trabajo. ¿A cuántos emigrantes podemos dar trabajo y cuántos otros pasarán a formar parte del nuevo ejército de reserva en los años que vienen? ¿Cómo hacerles comulgar con nuestros principios y valores, respetando sus culturas originarias? ¿Cómo evitar que nuestro deseo de aliviar su miseria sea aprovechado por empresarios desaprensivos? ¿Cómo combatir las mafias que comercian con personas?...

Al formular estas preguntas, sólo quiero apuntar que la sociedad francesa está inmersa en un proceso de cambio, una de esas mutaciones profundas que de vez en cuando afectan a las colectividades humanas y que sólo son percibidas muchos años después, provocando un sentimiento de incertidumbre en unos y de resistencia enfermiza en otros, como han descrito Alvin Toffler en El shock del futuro o Ilia Prygogine en La teoría del caos. En casos extremos, cuando el miedo puede más que la razón, los pueblos pueden caer en la tentación de caer en brazos de cualquier curandero por escasos que sean sus conocimientos o por groseros que puedan parecer sus métodos. Como Petain en Francia o Chaves en Venezuela. Si como dijo Laurent Fabius 'Le Pen da las malas respuestas a las verdaderas cuestiones', a los partidos tradicionales corresponde dar las buenas respuestas a las cuestiones reales, para evitar que la teoría del caos se verifique en Europa.

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José Manuel García-Margallo es eurodiputado popular.

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