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Columna
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Cadena

Una mujer de media edad, con una musculatura recia y aire de extranjera, dejó su maletín encima de la barra, se sentó en el taburete, pidió una cerveza y después de encender un cigarrillo quedó abstraída en medio del pequeño tumulto que se formaba junto al mostrador del bar y entre los clientes que entraban y salían hubo uno que se puso a su lado, se quitó el chaquetón y lo dejó también sobre la barra, de tal modo que cubría por completo el maletín de la mujer. El tipo pidió una bebida, pero antes de que el camarero le atendiera, simuló cambiar de opinión de una forma repentina y abandonó el local llevándose envuelto en su chaquetón aquel maletín cuyo interior contenía un alijo que él no esperaba. Dentro había un látigo, una navaja, una cadena con púas, una cuerda tosca , un liguero rojo, un tarro de ungüento muy perfumado y otros instrumentos de tortura y placer que se expenden en el sex- shop. Cuando el tipo descubrió este botín, lejos de sentirse decepcionado, quedó sobrecogido, ya que existen pasiones mucho más profundas que el dinero y su codicia. Sentado en un banco del parque el ladrón comenzó a examinar estos objetos y cada uno de ellos le llevaba a un mundo muy excitante, hasta entonces desconocido. Mientras acariciaba la cadena con la yema de los dedos, de repente tuvo la sensación de que la dueña del maletín estaba tirando con ella de sus entrañas hasta hacerle sentir la necesidad ineludible de buscarla. De hecho el tipo volvió sobre sus pasos y de forma automática se encaminó hacia el bar, pero cuando llegó, la mujer ya no estaba en la barra. Su trabajo había sido tan rápido y profesional que ella no tuvo tiempo de ver la cara del ladrón ni éste se había fijado tampoco en el rostro de su víctima. Eran dos desconocidos en medio de la ciudad. Ahora el tipo iba por la calle con el maletín en la mano guiado por una pulsión extraña. No sólo la cadena llena de púas sino la cuerda rudimentaria, el látigo y la navaja lo iban conduciendo hacia un lugar ajeno a su voluntad. Después de muchas horas de camino a lo largo de innumerables aceras, cuando ya era medianoche, la energía perentoria que le subía por el brazo hasta el corazón, le obligó a entrar en un bar donde en el taburete del mostrador encontró sentada a una mujer de media edad, con musculatura recia y aire de extranjera. Al ver a su lado a aquel hombre que le devolvía el botín la mujer sólo le dijo: gracias. Después ella abrió el maletín, sacó la cadena y sonriendo la extendió entre los dos sobre la barra.

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