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Columna
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'Overbooking'

Cuesta hacerse a la idea de que tantos mueren y sufren en Palestina mientras aquí nos entretenemos con cosas nuestras como esa polémica sobre los restos arqueológicos encontrados en el Born. Pero la globalización es implacable, y tanto la realidad más cercana como la realidad electrónica y virtual de Internet nos ponen ante los ojos los dramas y los deseos del mundo -del mundo real- aunque no queramos.

Me han llegado estos días, por diversas vías electrónicas, distintos testimonios terroríficos, entre los que está el desespero de tantos judíos pacifistas a los cuales -igual que a los palestinos pacíficos- esta guerra ha metido en un callejón sin salida. ¿Quién piensa en ellos? ¿Quién tiene en cuenta que lo que une a unos y otros es el deseo de paz? No sabemos cuántos son, pero es muy probable que, si los juntáramos a todos -para asombro de quienes creen que la violencia es rasgo esencial de la condición humana-, serían muchos más los pacifistas que los violentos. A fin de cuentas, el recurso a la violencia es, en las sociedades medianamente instruidas, la excusa de los pobres de corazón, de los acomplejados, de los estúpidos y de los paranoicos que -en ausencia de otras ideas de las que echar mano- ven enemigos por todas partes. Ese tipo de gente, enferma de violencia, adicta al miedo, se reparte por un igual entre unos y otros.

Es imposible ya ignorar estos hechos. La globalización, en esta Barcelona de inmigrantes y turistas, asalta nuestras máquinas de trabajo y nos lleva a entender, así, que la guerra en curso es una patología de una minoría sedienta de poder, de rencor y de odio a todo lo que no sea la reafirmación del ego. De esta forma, el mundo comunicativo subterráneo de la globalización -con el testimonio de pacifistas de uno y otro bando- hace también su trabajo en nosotros, aquí mismo. Justo es reconocer, pues, que las ideas subversivas de la paz se abren paso por los resquicios más inesperados. Y la globalización cobra un sentido totalmente distinto a la homogeneización planetaria que imaginaron sus iniciales promotores. Ya nada es controlable: tampoco que la gente -de todas partes- quiere paz y horizontes vitales dignos.

Si los barceloneses hacemos este tipo de reflexiones ante un ordenador cualquiera, al salir a las calles de esta ciudad encontramos también el otro asalto real de la globalización. Inmigrantes y turistas nos invaden, salta a la vista, basta una simple ojeada. Los primeros y los segundos no son lo mismo, desde luego; unos pagan por disfrutar de lo nuestro, otros piden unas migajas de bienestar. Pero ambos, turistas e inmigrantes, ponen su pie en un territorio que deja, así, de pertenecernos en exclusiva. Y todos sabemos, por haberlo percibido año tras año, que esta invasión real de los otros -paguen o pidan- va a más. Va a más mientras que -es evidente según las cifras nuestro bloqueo a la procreación-, nosotros vamos a menos.

Por lo tanto, el mundo nos invade; querámoslo o no, ya nada puede ser igual a como era hace tan pocos años. Y ahora, al igual que hay que encontrar lugar para los autocares de los turistas o viviendas para extranjeros, hay que aprender a convivir en este overbooking casi inesperado. Sería inútil declarar la guerra a esta globalización real. Sería ridículo poner puertas al campo. Sería absurdo ignorar que hay que compartir nuestro espacio. Por ello, al igual que sucede con los mensajes de paz que se cuelan por la red electrónica, cabe mirar el overbooking de nuestras calles con la esperanza de encontrar lo mejor de los seres humanos en turistas o en inmigrantes. Lo contrario sería, también, una espantosa guerra. Nadie lo dice, pero todos lo sabemos.

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