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Políticas de la vida diaria

Manuel Escudero

En los últimos meses ha irrumpido con fuerza en el debate público lo que llamaría las 'políticas de la vida diaria', una serie importante de cuestiones que, desde la educación hasta la familia, el envejecimiento o el multiculturalismo, hablan de las condiciones de vida diaria de los ciudadanos. Creo que esta nueva generación de asuntos abre un horizonte nuevo y refrescante para la política, pues permite pensar propuestas inéditas de mejora de la organización colectiva de la sociedad española.

Tomemos como ejemplo el debate que ha tenido lugar en los últimos meses sobre el botellón. La verdad es que simpatizo en alguna medida con los jóvenes: no tienen dinero, quieren hablar y huyen naturalmente de las discos en las que una copa les cuesta demasiado y además están sumergidos en una música a todo volumen con la que sólo se puede hablar por señas. Y, sin embargo, es cierto que la extensión del botellón ha causado problemas de ruido excesivo para los vecinos que quieren dormir, de suciedad en los lugares de reunión. Y es más cierto aún que, a la luz de las estadísticas, los jóvenes españoles beben mucho, demasiado. Quizá no existan soluciones a corto plazo más allá de las prohibiciones. Pero las prohibiciones son medidas de emergencia que, si no se complementan con otras soluciones, tendrán una eficacia más que dudosa.

¿Cuáles son esas soluciones a medio y largo plazo? Creo que todo tiene que partir de una autocrítica radical acerca de cómo está organizada la sociedad española. Y esa autocrítica se debe hacer a partir del reconocimiento de dos tesis fuertes: la generación de los jóvenes que rondan los veinte años ni ha tenido educación familiar en España ni ha tenido educación en valores cívicos.

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No ha tenido educación familiar porque el contacto entre padres e hijos se ha perdido. Las clases emergentes españolas, las nuevas clases medias en nuestro país, se componen de padres y madres que trabajan de sol a sol y dejan a sus hijos a su libre albedrío. Cuando esos padres y madres llegan a casa, rendidos, entre las ocho y las diez de la noche, no tienen ganas ni energía para conectar con unos hijos que van creciendo como extraños.

Opino que el fracaso de la familia española actual es en muy buena medida producto de una organización del trabajo que impide la vida familiar. Es mi convicción que, en España, una de las grandes revoluciones culturales pendientes es que madres y padres puedan llegar a su casa a las cinco o seis de la tarde como ocurre en el resto de Europa (incluso entre nuestros vecinos más próximos como Francia, Italia o Portugal). Algo muy serio y muy negativo pasa con la rigidez de horarios en nuestro país, un país en el que el trabajo a tiempo parcial no consigue despegar y en el que, sobre todo, una ridícula jornada partida alarga los horarios de trabajo hasta las siete o las ocho de la tarde. ¿No sería hora, pues, de iniciar un movimiento con el doble objetivo de la flexibilización de las horas de trabajo en nuestro país, y la supresión de la jornada partida? Lo que sí está claro a partir de estas consideraciones, es que las políticas puestas en marcha por los gobiernos conservadores en España para compatibilizar la vida familiar y laboral están muy lejos de resolver los problemas reales que tiene hoy la familia española.

Si el contacto entre generaciones se ha perdido en el ámbito familiar, bueno sería organizar ese reencuentro y propiciarlo desde la esfera pública. En esta dirección, me atrevería a sugerir una solución que va un poco más allá de los programas abierto hasta el amanecer. Como tales programas han demostrado, no es descabellado ofrecer a los jóvenes la posibilidad de autogestionar actividades deportivas, lúdicas y festivas en sus propios centros de enseñanza (u otros centros municipales) los fines de semana: la autogestión de sus propias actividades es una de las claves para integrar cívicamente a la juventud española actual. Sin embargo, esa autogestión, y es aquí donde esta propuesta va un poco más allá, debería estar sometida a un cierto tipo de control comunitario. No se trata de que vigilantes jurados digan a los jóvenes lo que puedan o no hacer. Se trataría más bien de que las AMPA (esas asociaciones de madres y padres que el Gobierno conservador quiere debilitar), monitorizaran el desarrollo de las actividades y, en colectivo, junto a los propios jóvenes, las discutieran y las fueran encauzando. Para ello necesitamos que padres y madres, como ciudadanos activos, puedan colaborar activamente en la vida de su comunidad local.

Los jóvenes tampoco han recibido una educación en valores cívicos. Yo creo que la enseñanza transversal de valores (hipotéticamente los valores se enseñan a través de todas las asignaturas, de un modo implícito) que los socialistas pusimos en marcha con la LOGSE no ha funcionado. El error estuvo en la timidez socialista por no imponer una excesiva carga ideológica a la educación primaria y secundaria.

Este tema conecta a su vez con el naciente debate sobre si la enseñanza religiosa en las escuelas debe continuar monopolizada por la Iglesia católica o debe abrirse a la enseñanza del islam. Desde mi punto de vista, este debate está muy mal enfocado. Porque, si se abre al islam, ¿por qué no abrir también la enseñanza religiosa en la escuela a otras denominaciones religiosas como los Testigos de Jehová, la Iglesia Evangélica o el judaísmo? Y ¿por qué no abrirla también a la Iglesia anglicana o luterana? Al fin y al cabo, con la integración europea y la globalización, más y más denominaciones religiosas estarán presentes en nuestro país y, con toda legitimidad, reclamarán el derecho.

La única manera de respetar el mandato constitucional a que el Estado apoye la educación religiosa es posibilitando (es decir, sufragando públicamente y de acuerdo a la importancia real de cada Iglesia) que las denominaciones religiosas realicen su adoctrinamiento en sus centros de culto, fuera de la escuela y fuera del horario escolar. Y en su lugar, para corregir el tremendo error de una educación primaria y secundaria que no educa en valores, deberíamos iniciar un movimiento por una asignatura de educación cívica (como tienen los jóvenes en países de cultura democrática) que los niños y jóvenes pudieran aprender en escuelas e institutos, año tras año, desde la enseñanza primaria hasta el final del bachillerato. Claro que esta solución exige reformar el Concordato con la Iglesia católica. Pero ¿no es hora ya de revisar los acuerdos del pasado, sobre todo cuando comprobamos que tales acuerdos no han imbuido a nuestros jóvenes de valores cívicos y que esto se ha convertido en un problema social importante?

Es posible que a muchos lectores esta reflexión les parezca heterodoxa, puesto que apunta problemas y soluciones en las que se mezclan aspectos políticos y culturales y exigen medidas políticas no convencionales. Pero tal es el signo de los tiempos: nos encontramos ante problemas sociales inéditos, que asoman a través de la vida diaria. Bueno será pasar de la vida política a la política de la vida, diaria y cotidiana, y atreverse a pensar soluciones también inéditas.

Manuel Escudero es vicedecano de Investigación y profesor de Macroeconomía del Instituto de Empresa.

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