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Reportaje:

Picasso vive en la calle de Zorrilla

El Instituto de Crédito Oficial exhibe, gratis, la 'Suite Vollard', la mejor colección unificada de grabados del andaluz universal

Si el paseante de Madrid se aviene a liberar para sí una hora de su tiempo y con disposición de su ánimo lo abre de par en par y se apresta a recibir una impresión grata, en verdad le aguarda una, y bien notable. Tanto que con certeza dejará en su pecho y su memoria estampación duradera: puede ponerse en contacto directo con la personalidad artística más deslumbrante de todo el siglo XX, ni más ni menos que con la de Pablo Ruiz Picasso. Y podrá hacerlo de manera gratuita, por cierto.

Para lograrlo, deberá ascender a partir de las diez de la mañana de todos los días de la semana, salvo los lunes, por la Carrera de San Jerónimo desde la plaza donde Neptuno se baña al aire, incluso en invierno; habrá luego de torcer por la calle del Marqués de Cubas, antigua calle del Turco donde de seis disparos fuera asesinado el general Prim, y driblar la calle de Zorrilla, que la cruza, mismo donde viviera Juan Martínez Ruiz, Azorín, aquel hombre de anarquista condición juvenil al que una grave dolencia intestinal, ahora conocida, transformó para siempre en sedentario y cuya apacible ancianidad paseó por Madrid hasta los años sesenta. Justo detrás de la mole nueva del ampliado del Congreso de los Diputados -que precisamente estos días repta bajo la Carrera para instalarse en el contiguo y anterior edificio del Banco Exterior de España-, en el número 3 de la calle de Zorrilla, se encuentra la sala de exposiciones del Instituto de Crédito Oficial (ICO). Esta entidad bancaria pública cometió en 1991 el sublime pecado de adquirir una colección que ha procurado a Madrid un patrimonio sensorial casi único.

Cien obras del pintor malagueño están expuestas de forma permanente junto a la plaza de Neptuno

Al fondo de la puerta de acceso, a mano derecha, el paseante verá tres retratos de un hombre barbudo y de aspecto bondadoso de nombre Ambroise y apellido Vollard quien, un buen día de 1913, decidió confiar en un joven español, de ojos encendidos, que sentó sus pinceles en París con el siglo naciente. Vollard, avezado marchante de pintura, era de las personas que conocían realmente quiénes eran los que, del arte pictórico en el París de aquellos ubérrimos años, en verdad crearlo sabían. Por ello, adquirió la mayor parte de los cuadros de las etapas primeras de Pablo Ruiz Picasso, a la sazón signadas de tonalidades rosas y azules, luego llamadas épocas.

Fue un impulso decisivo. El artista alzó el vuelo y desde la altura del águila pudo desplegar su mirada y recorrer los espacios que únicamente él, desde su estatura, supo penetrar mediante un líquido intercambio de luz: la surgida de su pupila y la dimanante del mundo y los objetos por él observados. Así lo hizo durante dos décadas. Alumbró el cubismo, donde la emoción de las viejas figuras pictóricas quedaba trocada, por su mano, en seducción por el silencio creador de los volúmenes.

Pero, en 1930, sus experimentaciones volumétricas sufrieron un contundente frenazo. Cambió las técnicas hasta entonces empleadas por todas las del grabado y su tremenda erudición visual le condujo hasta una fase de reflexión en la cual, de las rotundas líneas, de la sinfonía silenciosa de los volúmenes y de los retratos torcidos por nasales aristas, regresó a las formas figurativas y a la naturaleza uncido, precisamente, por los mitos: mitos como el suyo propio, escultor; mitos híbridos, como el del Minotauro ciego; mitos vivos como para Picasso fue la mujer, concebida como ser de identificación imposible, pues amada. O mitos idos, como Rembrandt, metáfora de penumbra incendiada al calor del genio.

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Es singularmente tal la primordial característica del tesoro que de Picasso Madrid alberga en la sala de exposiciones del ICO de la calle de Zorrilla, 3. El centenar de grabados procedentes de los 97 cobres primigenios de la que fuera llamada Suite Vollard, más los tres retratos de su marchante, con el que, hasta la muerte de éste en 1937, Picasso mantuvo amistad imbatible: es tan fina la traza de su dibujo, tan viril la testuz de sus híbridos taúridos, tan sensual la erótica que envuelve los pubis peludos de las musas que huelgan en las paredes de la sala que muchos consideran crimen de leso arte perderse esta exposición. Sí: hay por el mundo hasta 2.200 grabados del artista surgidos de la misma Suite. Pero la de Madrid, visitable a un suspiro de los museos del Prado y de la Reina Sofía, a su veedor procura único alborozo por su completud entera y por su brío, el mismo que dialoga aún con ese gozoso drama de la vida desde las pupilas inmortales del maestro.

Una torre tardía para tanta estatura

Por su condición de activo militante comunista, presumiblemente también por la subvertidora carga contra el orden burgués implícita en su tan incomprendido cubismo -'propaganda del régimen castrista', según un franquista suramericano-, la presencia de Pablo Ruiz Picasso fue oficialmente ignorada en los callejeros de España durante los 37 años que duró el régimen franquista. Ya que él se negó a regresar mientras el general Franco viviera, Francia fue su patria segunda; pero la españolidad del artista malagueño nadie, ni siquiera los más sedicentes galo-franceses, puso en cuestión nunca. Para pena suya, su muerte, acaecida en abril de 1973, sobrevino un par de años antes de morir el autócrata. La presencia de Picasso en Madrid posee un casi desconocido hito en el cruce de las calles de Zurbano y Zurbarán, no lejos de la plaza de Alonso Martínez. Una placa color crema colocada por el Ayuntamiento, ya en la democracia, recuerda en un primer piso del chaflán que el pintor, grabador y escultor malagueño residió ocasionalmente allí entre 1901 y el año siguiente. Hasta el mes de mayo de 1980 no se dio su nombre a la plaza del polígono Azca donde se eleva la famosa torre del nipón Yamasaki, la más alta de la ciudad: 'El pueblo de Madrid, a la memoria de Pablo Ruiz Picasso, genial español del arte universal', reza la inscripción. Allí refulge en piedra su firma, con sus fuertes rasgos de talento henchidos. Anécdota curiosa, picassiana y madrileña: una señora que vivió en Campo Real tiene un cuadro, tristón y un punto apagado, firmado en A Coruña a fines del XIX por un tal Pablo Ruiz; allí residió Picasso adolescente.

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