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Reportaje:

Amistades inevitables

José Luis Pardo

Estamos tan acostumbrados a pensar que buena parte de lo que llamamos en Occidente 'filosofía' ha surgido de un proceso de secularización de las grandes religiones, que admitimos sin demasiada dificultad, al narrar nuestra propia historia, que la filosofía sustituyó a la religión en la tarea de proporcionar a la acción política un fundamento legitimador, viendo en ello una consecuencia de aquel decisivo acontecimiento para nuestro modo de vida que constituyó la separación entre Iglesia y Estado. Se nos olvida considerar que una tal 'sustitución' no equivale a cambiar una cosa por otra: primero, porque la filosofía no es una religión, y el no tener la acción política un fundamento divino sino humano es de alguna manera un emblema de su falta de fundamento; segundo, porque eso mismo -una política que no sea de derecho divino- equivale simple y llanamente a la definición de 'política'. Y este olvido, o esta confusión de la filosofía con la religión, no es casual: es una tentación perenne para quien ejerce el poder de buscar un discurso filosófico justificador de su acción que, haciendo las veces de legitimación divina, le dispense de su responsabilidad pública, porque la obligación de rendir cuentas es, en última instancia, la evidencia de su falta de fundamentación.

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Correlativamente, existe tam-

bién la tentación, que afecta a los filósofos que piensan sobre política, de entender su intento de 'fundamentación' de la acción pública en un sentido apocalíptico: como si pensar 'filosóficamente' la política equivaliese a pensar en la estrategia más conveniente para lograr su definitiva abolición, pues la existencia y la necesidad de política sería, una vez más, la huella que pone de manifiesto la carencia de fundamento suficiente para la acción humana; como si la 'filosofía política' tuviese que solucionar esa carencia eliminando teóricamente la política para que ella se autoelimine algún día en la práctica. Las motivaciones del político al requerir del filósofo este servicio son claras, pero en el rencor teorético hacia la política que late en el filósofo que se aviene a prestarlo religiosamente late, seguramente, el resentimiento del intelectual venido a menos que se ve desalojado del ventajoso puesto de consejero áulico del déspota al mismo tiempo que cambia la púrpura cardenalicia por el modesto atavío de la 'mera razón', que no solamente le aparta del favor de los poderosos, sino que a veces -precisamente aquellas raras veces en las que la 'mera razón' alcanza a constituir un contrapoder intelectual no sometido a la razón de Estado- le convierte en su víctima.

El siglo XX se inició, en lo que a esta cuestión se refiere, con la lúcida reflexión de Max Weber. Desde entonces, se ha hablado mucho del 'pesimismo weberiano'. Tal cosa consistiría en la conciencia de que la razón, encarnada en los dispositivos sociales de la modernización, precisamente por su capacidad para destruir y desactivar los 'fantasmas del pasado' (es decir, las fantasías legitimadoras del poder despótico), ha dejado tras de sí un espantoso vacío -en donde se aloja un poder burocrático, administrativo, gris y neutral, sin sensibilidad alguna para los fines humanos de la acción- o, lo que no es mejor, ha convertido a la razón misma en un nuevo 'fantasma' de la misma calidad que sus antecesores y en pugna estéril con ellos. Se ve bien, por tanto, por qué algunos hablan de 'pesimismo weberiano' para mentar esta incómoda condición de la acción humana en la sociedad moderna que, amén de haber perdido -por obra de la razón- los asideros religiosos de su moralidad pública, ya no puede como antaño aferrarse a la razón para deducir de ella una nueva moralidad que enjugue su orfandad. Si se pudiera llamar 'trágica' a esta condición, ella diseñaría el territorio en el que se ha movido en el resto del siglo la reflexión filosófica sobre la política, cuyo mapa traza, aunque muy parcialmente y con desigual fortuna, Michael Lessnoff en La filosofía política del siglo XX. Los actores de este drama -Marcuse, Arendt, Hayek, Popper, Berlin, Habermas, Foucault, entre otros- han tenido que vérselas con los resultados de la modernidad que Weber había puesto en el orden del día. De entre ellos, quienes de un modo u otro han considerado que el marxismo era imprescindible para hacerse cargo de esa herencia han concebido la 'política filosófica' en términos de revolución, una palabra casi desaparecida hoy del vocabulario y que designaba, desde Lukács hasta Marcuse, la heroica acción de un sujeto histórico que sería capaz de apropiarse de todas las estructuras que determinaban socialmente su individualidad -igualando así la conciencia subjetiva y el conocimiento social-, para finalmente liberarse de ellas en un proceso de autorrealización sin precedentes. Como escribe acertadamente Celia Amorós (Diáspora y apocalipsis), si el nombre de Sartre resurge una y otra vez como un resumen simbólico de su siglo, ello no se debe a una afortunada casualidad o a una personalidad privilegiada, sino a su intento constante y a veces desesperado de encarnar esa conexión entre la conciencia individual y la totalidad social, y de hacerlo respondiendo infatigablemente a todas las cuestiones sociales surgidas en su tiempo; de ahí, también, su inmersión en todas las aporías metapolíticas de su época, que son los jirones de una autobiografía intelectual que ha preferido, en un ejercicio de innegable coherencia, arriesgarse a tomar el partido equivocado mejor que permanecer como un observador falsamente imparcial.

A la sombra de las desventuras históricas de la 'filosofía revolucionaria' -y especialmente del ocaso de todos los candidatos a ocupar el puesto del proletariado decimonónico una vez desaparecido éste-, han ganado adeptos los pensadores liberales que, como John Rawls, prefieren ver la política occidental como el resultado de una evolución de la reflexión moral que, desde Hume hasta Hegel, ha cristalizado en una sociedad democrática y autocrítica que ha de funcionar de hecho como límite de toda pretensión de 'vuelo especulativo' por parte de la filosofía que quiera pensar la política. Es decir, que la filosofía política no tiene que imaginar un modelo que la sociedad deba imitar por vía revolucionaria, sino esforzarse en modelizar lo que hace a las sociedades democráticas preferibles a cualesquiera otras. Lo que no evita que este modelo, que raramente se confunde con la realidad histórica y política de dichas sociedades, pueda funcionar él mismo como un 'velo de ignorancia' que nos impida ver -salvo como defectos empíricos sin relevancia teórica- todo lo que nuestras sociedades tienen de menos modélico. En este sentido, un tercer envite de la filosofía política contemporánea es el que procede de Nietzsche y, en particular, de la lectura 'política' de Nietzsche propiciada respectivamente por Martin Heidegger y por Georges Bataille, ellos mismos resúmenes también de todos los equívocos filosófico-políticos de su tiempo.

La enorme capacidad de in-

fluencia intelectual de estas lecturas se debió al hecho de que detectaron muy pronto una falla en los proyectos 'revolucionarios', y no precisamente la que preocuparía a un pensador liberal: vieron en el intento de lograr una victoria final de la razón en la historia el aspecto sombrío de una aniquilación completa de la oscuridad, que no solamente podría ocultar -como sugirió primero Adorno- un miserable olvido de todas las víctimas del progreso histórico, sino que albergaba un proyecto de supresión de la diferencia y la alteridad que hacía rebelarse y resucitar bajo nuevas formas a los antiguos dioses eclipsados por el monoteísmo triunfante. Es suficientemente conocido el modo en que Heidegger interpretó a Nietzsche como el profeta del nihilismo que afectaba a Occidente como destino, pero no es menos importante la intención, reconocida por Bataille en los fragmentos ahora traducidos como La oscuridad no miente, de apoyarse en el legado de Nietzsche para 'fundar una nueva religión'. Y tiene toda la razón Gianni Vattimo (Diálogo con Nietzsche) cuando describe las últimas décadas del siglo XX como un progresivo abandono de aquella presunta 'política nietzscheana' en beneficio de un Nietzsche puramente 'estético' y de su metafísica del artista, transición que puede leerse tanto en el desplazamiento de Foucault desde su filosofía política de los años setenta (véase, por ejemplo, el curso sobre Los anormales) hacia la 'estética de la existencia', como en lo que podríamos llamar la 'nueva filosofía moral' inspirada en el último Bataille o en Levinas, en la cual se formula el ideal de una comunidad imposible, inoperante o impolítica, tal como aparece en la obra de Jean-Luc Nancy, o de una justicia infinita e irreductible al Derecho como la que intenta dibujar Jacques Derrida. Si los marxistas creyeron, quizá ingenuamente, que la metafísica era necesaria para cambiar políticamente el mundo, y los liberales que en política había que prescindir de la metafísica para que el mundo no empeorase, los nietzscheanos han promovido un suplemento ontológico de la política cuya mayor virtud y defecto parece consistir justamente en su inoperancia práctica (no es ni el modelo al que las sociedades deberían someterse ni el que hay que extraer de su evolución histórica), en su gloriosa imposibilidad anti-utópica, en su condición de 'obra de arte'. Y quizá tenga que ver con esto el que Félix Duque, en su Arte público y espacio político, desde un punto de partida heideggeriano (aquella época en la cual el arte no era otra cosa que la estructuración del espacio político todo), investigue la génesis de nuestra noción actual de 'arte', transida por el fracaso del 'sujeto revolucionario' (el pueblo) sustituido por ese híbrido de individualismo romántico y de moralidad burguesa que sería 'el público', para desembocar en un arte cuya función es precisamente la de poner de manifiesto -ya sea erigiendo memoriales o levantando parques temáticos- la falsedad, la insuficiencia y la enfermedad social que todo espacio político intenta ocultar, y a la cual, sin duda, el arte -en su específica forma de sacralidad profana, tecnologizada y urbana- no ofrece la menor alternativa.

En cualquier caso, los gran-

des nombres que nos han servido para evocar las 'amistades peligrosas' de la filosofía y la política, incluidos los que se han visto atrapados en los peores laberintos de esta intrincada región, sea cual sea el juicio que la posteridad haga sobre sus compromisos, se han visto inmersos por propia voluntad (e incluso por la propia dinámica de sus proyectos teóricos) en la tenebrosa realidad política que les circundaba. Nada podrá evitarles la responsabilidad contraída por sus elecciones. Pero acaso nos convenga, especialmente con vistas al futuro, distinguir entre una mala elección política (ahora que sabemos que, a diferencia de lo que parece pensar Alain Badiou, la filosofía no garantiza una elección política correcta) y la peor de todas las elecciones, la elección filosófica de una no-política alimentada por ese rencor teórico del que hablábamos al principio. Porque, incluso sustentada en las mejores intenciones, esa elección fatal de lo no-político coincide demasiado con los intereses de las fuerzas oscuras que en nuestra propia actualidad promueven una desaparición efectiva de los espacios políticos y su sustitución por parques temáticos y memoriales funerarios. Puede ser que, como sugiere Yolanda Ruano (La libertad como destino), haya llegado el tiempo de entender que el mensaje de Max Weber -que no podemos asirnos ciegamente a la razón ni a los fantasmas por ella combatidos- no es 'pesimista', sino que sitúa a Occidente ante la necesidad de asumir su mayoría de edad, por muy doloroso que resulte para cada cual aceptar la realidad de que no queda cosa alguna a la que asirse. Pero esa trágica realidad es justamente la condición de existencia de la política. Si tuviéramos algún asidero, la política no nos haría falta. Sería mejor, desde luego, tener asideros que necesitar política (y por eso comprendemos a quienes aspiran a una supresión de la política y a sustituirla por un firme asidero). Pero eso es justamente lo imposible.

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