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Columna
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Acuse de recibo

Hace unos días, en el vecino e interesante espacio Opinión del Lector, doña Esther Gómez García, de Arganda, me propina unos cuantos palos, a propósito de un precedente artículo mío titulado Señoras. Duelen, viniendo de una estudiante de Periodismo de la Complutense, como se declara. Deseo ofrecerle disculpas por haber fallado, estrepitosamente, en el intento de hacer un trabajillo ligero y vagamente humorístico. Ya no tengo edad para tratar sujetos trascendentales y me acomete el recelo de que pueda expresarme con nitidez de propósito. Con generosa sospecha parece dudar de mi edad cuando al autocalificarme de anciano, ¡ay!, esté tan próximo a la verdad como que dentro de un trimestre cumpliré 83 años. Tanta supuesta experiencia debería haber garantizado esa claridad expositiva que ha quedado disimulada por la torpeza.

No quisiera desanimarla, sino al contrario, doña Esther, sobre el largo recorrido de la profesión que está aprendiendo y temo que mi desdichado ejemplo le descorazone. Como remota, y espero que no impúdica referencia, le confío que firmé mi primer artículo en la revistilla del colegio, a los 12 años, aunque esto no quiera decir nada. A los 18 colaboraba, en la medida de mis posibilidades, en diarios provincianos; a los 22 me matriculé en el primer curso de la Escuela de Periodismo, pero dejé los estudios porque sus responsables estimaron que el hecho de que una empresa privada me confiara la dirección del semanario Tajo me eximía de los trámites académicos, lo que no era cierto. Fui reportero, corresponsal en el extranjero, redactor de mesa y de calle en el diario Madrid, entrevistador, gacetillero de teatro y de cine, negro de algún firmante veterano, escribí un libro sobre mi estancia en Hungría -el último año de la II Guerra Mundial- y a los 33 años fundé un periódico de sucesos que, aunque me esté mal el decirlo, constituyó un hito en la historia del periodismo, hasta entonces: El Caso. Tras aquel éxito -pura chiripa, todos los éxitos lo son- edité y dirigí doce o trece publicaciones de distinto matiz, desde las dedicadas al cine y al motor hasta las que tomaron el gratificante camino de la crítica y la sátira política como Sábado Gráfico y El Cocodrilo, un trasunto o plagio ibérico de Le Canard Enchaîné.

Largo camino, doña Esther, para tener el privilegio de escribir en las páginas de EL PAÍS. Coherentemente, no puede ir en mis intenciones el menor devaneo antifeminista, que desentonaría en estas páginas, por las que siento el mayor respeto. Releí el dichoso trabajo, cosa que hago rara vez, y más bien reconozco el ánimo de reírme de mis congéneres, como suelo burlarme de mí mismo con frecuencia. En este cochon de métier -el término está aceptado en el periodismo internacional- donde se ha desenvuelto mi larga vida y parece encaminada la suya, no es malo bromear con las cosas que parecen importantes y lo sean. Creo -puede que otro error- en la impertinencia, en disparar hacia arriba, frivolizar algo la existencia, que tan copiosa nómina de contrariedades nos brinda. Alguien tiene que hacer el payaso, aunque desempeñar bien tal oficio esté por encima de mis capacidades. El periodismo ha sido mi natura, y las mujeres, alternativamente, mi ventura y mi desventura, de cuyo saldo tengo motivos para encontrarme satisfecho. Sinceramente, no creo que las señoras necesiten defensa alguna. Se ha dicho que su acceso a la vida pública caracteriza a esta época, y nada más cierto. En nuestra agrupación gremial, la Asociación de la Prensa de Madrid, entre diciembre del 2001 y enero del 2002 -los datos siempre deben ser recientes- accedieron 72 profesionales de su sexo y 36 varones. Cuando yo ingresé no llegaban a diez las primeras. Véanse las dependencias judiciales, la docencia, las entidades bancarias, el comercio, la sanidad, las redacciones periodísticas, las fábricas, por si caben dudas acerca del auge mujeril en cualquier ámbito.

La verdad, doña Esther, aunque con escasa fortuna, quise romper, con débil brazo, una lanza por mis semejantes. No es que ustedes pretendan ser como nosotros, sino -lo digo en serio- que nos han sobrepasado, lo que, a estas alturas del partido, celebro cordialmente. Hice un sondeo entre mis amistades femeniles y me dan la razón en algo: las faldas son cómodas en verano, lo que celebro. Percibí cierta velada censura que coincide con esos palos que usted ha lanzado sobre mis lomos. Vuelvo a pedir disculpas. Y permítame una última autocita. Mire si soy actual, que he incorporado a mis bronquios algo que acaba de ponerse de moda en las discotecas juveniles: el botellón. De oxígeno.

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