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Crónica:A pie de obra | TEATRO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Marsillach: álbum de fotos

Marcos Ordóñez

Yo descubrí a Marsillach no como hombre de teatro sino como héroe televisivo, una tarde de invierno de mi infancia: un duende calvo, con ojos burlones y voz sobrada, que decía cosas insólitas, surreales, hablando a la cámara... sentado bajo una mesa. La sorprendente imagen pertenecía a una serie más sorprendente todavía, Habitación 508, que, en compañía de las que siguieron (Silencio, vivimos; Fernández, punto y coma, todas ellas de principios de los sesenta) contribuyeron a fijar la máscara, el personaje: un Marsillach redicho, arrogante, escurridizo, encantado de haberse conocido. A mis padres no les gustaba aquel Marsillach. 'Su' Marsillach era el que había protagonizado, también en la tele, una de las primeras 'comedias de situación', emparejado con Amparo (entonces Amparito) Baró en Galería de maridos, a las órdenes de Jaime de Armiñán. En la Barcelona de la época, Marsillach repetía género y tándem con otra Amparito (Soler Leal), su esposa, en el Pequeño Windsor, un 'teatro de bolsillo', una 'deliciosa bombonera', como se decía entonces, gestionada por Alfredo Matas y dedicada a la alta comedia. Allí, aquel 'joven galán intelectual' de la compañía del María Guerrero, a quien Luis Escobar había lanzado con En la ardiente oscuridad, de Buero, debutó en su doble faceta de actor y director, al frente de su propia compañía, y triunfó a caballo del boulevard más sofisticado, con éxitos como el Bobosse, de André Roussin, o George y Margaret, o aquel Harvey que en cine había hecho James Stewart; éxitos cantados que supo alternar, sorpresa, con El pan de todos, un 'drama social' de Alfonso Sastre, pésimamente recibido por la burguesía catalana del momento.

Aquello fue sólo el principio. Marsillach montó luego (en el Goya de Madrid, en el Poliorama de Barcelona) el Pigmalión de Bernard Shaw y la controvertidísima Después de la caída, la psicoanalítica reflexión de Miller tras la muerte de Marilyn, ambas coprotagonizadas por Marisa de Leza.

Esto sucedía en 1967, y un

fuerte viento europeo hizo que las páginas de su álbum de fotos comenzaran a girar a una velocidad de vértigo, multiplicando las imágenes sorprendentes: Marsillach-Miller y Marsillach-Pygmalion dieron paso a Marsillach-Sartre (el cínico amargo de A puerta cerrada, mano a mano con Nuria Espert), a Marsillach-Sade (un acontecimiento histórico, que Peter Weiss retiró de cartel, en protesta por el estado de excepción de 1969) y el Marsillach-Tartufo, con voz untuosa y enormes gafas de concha, que murió en Madrid, cuando tenía apalabrada una gira triunfal, por obra y gracia de los enrabietados supernumerarios del Opus.

En aquellos años turbulentos hubo un Marsillach polémico, cada vez más comprometido políticamente, y un Marsillach nocturno y frívolo, el Marsillach de Oliver, aquel club que abrió con Jorge Fiestas en Conde Xiquena, donde se reunía (antes de que abrieran Bocaccio)toda la profesión teatral madrileña. Tras la prohibición de Tartufo, Marsillach giró el montajepor Suramérica y volvió, en 1972, con melenilla hippy y barba afilada para transmutarse en Sócrates, otro espectáculo insólito, casi un oratorio para nueve actores, que pese a la austeridad de la propuesta (tema 'difícil', espacio blanco, túnicas blancas) se convertiría en un inusitado éxito de taquilla... y en un nuevo golazo político. Y está también aquel Marsillach maldiciendo a los dioses del teatro por los muchos desastres que se abatieron sobre Canta, gallo acorralado, de O'Casey, jurando que jamás volvería a encargar una escenografía de color amarillo, y el Marsillach vestido de torero, cantando una canción de Aute y repartiendo helados de chocolate entre el públicoal final de El arquitecto y el emperador de Asiria, de Arrabal, dirigido por el granKlaus Michael Grüber en el Tívoli barcelonés,en 1978: uno de sus mejores trabajos actorales (sutil, divertido, poético), junto al extraordinario José María Prada ('su' Marat), que moriría a los pocos meses de aquel estreno protestadísimo por Arrabal (por razones más económicas que estéticas) en carta abierta a los periódicos, acusando a Marsillach de 'peligroso comunista a las órdenes de Bréznev'.

Las fotos de los ochenta fueron, para mi gusto, mucho menos interesantes, aunque cosechó grandes aplausos y no poco dinero con Yo me bajo en la próxima... ¿y usted?, su ejercicio de nostalgia crítica en clave musical, o con Mata-Hari. No me convencieron sus trabajos al frente de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que fundó en 1986, pero lamenté su vergonzoso cese, tan cercano en el tiempo -y en su intencionalidad- a la destitución de Flotats como director del Nacional catalán. Precisamente para la inauguración oficial de ese teatro volvió Marsillach a Barcelona, después de tanto tiempo, con un Auca del senyor Esteve, el clásico de Rusiñol, que se estrenó en las peores condiciones posibles, justo en el epicentro de la crisis, y fue una lástima porque su versión, de acentos casi chejovianos, resultaría, para mi gusto, su mejor labor de dirección en mucho tiempo.

La última foto es una imagen de coraje: diagnosticada ya la enfermedad que acabaría con él, Marsillach se enfrentó a una gira agotadora, como actor y director: Quién teme a Virginia Woolf, su 'reencuentro' con Nuria Espert y decididamente,la mejor interpretación de su carrera, reconvirtiendo el personaje de Albee en una vitriólica criatura de Noel Coward. Alta comedia de nuevo, como en los inicios de su carrera, cerrando el círculo, pero con todo el peso de los años, de las amarguras, del cansancio, y del mucho humor y dolor acumulados, antes de recluirse en su piso de Ferraz para preparar, púdicamente, el mutis final.

Adolfo Marsillach, en un ensayo del Concierto de Navidad de 2000 en el Auditorio Nacional de Madrid.
Adolfo Marsillach, en un ensayo del Concierto de Navidad de 2000 en el Auditorio Nacional de Madrid.B. PÉREZ

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