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La vigencia de Pi y Margall

Terminó el año 2001 sin que, en las costumbres conmemorativas del Estado y del mundo académico, se haya hecho justicia con el centenario de la muerte de uno de los estadistas y pensadores más relevantes de la España contemporánea. Salvo el estudio de J. Casassas y A. Ghanime (Homenatge a Pi i Margall. Intel.lectual i polític federal, Barcelona, 2001), el que fuera presidente de la Primera República, Francisco Pi y Margall, no ha merecido la atención debida de los sectores políticos que ahora se encasquillan por adueñarse del concepto de 'patriotismo constitucional'. Cuando tanto preocupa a los políticos organizar centenarios (desde Carlos V a Alfonso XIII, por ejemplo), y cuando las editoriales se solapan con esas conmemoraciones ideológicas o con la exaltación de las vidas de las reinas, entonces el olvido de figuras como Pi y Margall revela que hay una criba de hechos, momentos y personas, y también el propósito deliberado de darle cierto sesgo a la memoria colectiva de nuestra sociedad. Así, es significativo que fueran editoriales y personas comprometidas en el restablecimiento de la democracia las que en los años finales de la dictadura y en la transición estudiaron y reeditaron las obras de Pi y Margall. Por eso, utilizar de nuevo los calificativos de estadista y pensador influyente para definir la figura y la obra de Pi supone exhumar las abundantes razones con que se pueden argumentar ambas catalogaciones.

En efecto, la lucha por construir un Estado democrático en España no se comprende sin la infatigable actividad desplegada por los republicanos del siglo XIX, quienes en todo momento respetaron el liderazgo político e intelectual de Pi y Margall, aunque no siempre siguiesen sus propuestas. Eso lo han estudiado historiadores prestigiosos como A. Jutglar, A. Elorza, J. Trías y J. Solé Tura. Aunque todas las comparaciones son discutibles, se podría establecer que así como Azaña fue el referente político e intelectual de la II República, la difícil tarea de Pi de construir el primer partido de masas en España lo ha convertido en eje para comprender la primera experiencia democrática de nuestra historia, la que transcurrió entre 1868 y 1874. No es momento de resumir la complejidad de aquellos años que desde ciertos sectores se empeñan en recordar como turbulentos y caóticos. Efectivamente, se perturbaron los equilibrios amasados entre los sectores privilegiados, quienes a sí mismos se calificaban como 'clases conservadoras', con Cánovas a la cabeza. De por sí, el sufragio universal masculino y la abolición de la esclavitud ya suponían la alteración del orden político y social que defendía el tan conmemorado Cánovas, pero además la organización de España como federación de pueblos quebraba el centralismo de un Estado bajo cuya sombra se acumulaban importantes redes de poder y de fortunas. El federalismo significaba en el siglo XIX no sólo devolver la soberanía a los individuos y a sus instituciones representativas más inmediatas, sino que también exigía abordar las necesarias reformas sociales. Era así tarea prioritaria del Estado la de 'subordinar la propiedad a los intereses generales', en palabras de Pi, hasta acelerar 'la elevación del proletario a propietario', porque, en definitiva, sin independencia económica no puede desplegarse la libertad y la autorrealización individual. ¿No encajan acaso estas cuestiones en el actual debate sobre el republicanismo y no sería útil rescatar el debate que nuestros antepasados demócratas realizaron en aquel sexenio, aunque también recordemos a Harrington y la tradición whig del XVIII anglosajón?

Excepto para una restringida minoría intelectual que se mueve en los contenidos exactos de este concepto, en España se corre el peligro de relegar el término de republicanismo a una alternativa de escaso contenido político y social, como si sólo se constriñera a la formalidad organizativa de la máxima instancia estatal. Por eso, complementario a tal debate intelectual y político es la reivindicación de que en la historia de España el antagonismo entre monarquía y república se refirió ante todo a programas de organización del Estado nítidamente diferenciados, porque el republicanismo significó en nuestra tradición política la articulación de una sociedad desde una lectura radical de los principios de libertad, igualdad y fraternidad. En esa dirección, el pensamiento de Pi fue tan individualista como solidario, tan partidario de la autonomía de los pueblos como defensor de un Estado 'garante de la justicia'. De hecho, el programa de los republicanos -también llamados 'los federales'- se convirtió en sinónimo de revolución social, al plantear el reparto de tierras, exigir justicia distributiva a través de los impuestos y estructurar el Estado en federación democrática de poderes, desde los municipios hasta la nación española como conjunto.

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La organización de la soberanía por pueblos federados fue una bandera que legítimamente levantó Pi tanto para solucionar las tensiones internas que provocaba el Estado unitario español como para el futuro de Europa, cosa que él mismo, visto desde 1877, cuando escribió Las nacionalidades, reconocía como propuesta utópica. Esta obra de Pi revalida con justicia su carácter precursor para la construcción de Europa, bastante más que los anacrónicos europeísmos atribuidos, por ejemplo, a un belicoso emperador como Carlos V. Es legítimo recordar las palabras finales de dicha obra, porque en ellas se comprueba la actualidad de su pensamiento: 'Los hechos -escribía Pi- a que dieron recientemente origen la insurrección de Herzegovina y la guerra de Serbia revelan sobre cuán falsas bases descansan Europa y sus distintos pueblos. Gracias al sistema político preponderante viven todos sin relaciones orgánicas de ningún género, y, ya que no como enemigos, se miran como extraños. Uno tiende siempre a subordinar a los demás... demuestran los sucesos una vez más que necesitamos cambiar de sistema y adoptar un principio que por su propia virtualidad reconstituya sin esfuerzo desde el último municipio hasta la misma Europa'. Y ese principio, lógicamente, era el de la federación. La lectura de Pi debería ser motivo de reflexión para quienes debaten actualmente el modo de organizar el futuro político de Europa y la subsiguiente articulación interna de las regiones o pueblos que la integran, más allá de las lindes de los Estados-nación al uso.

Por otra parte, el actual mapa de las comunidades autónomas, que pareciera haber surgido de un consenso concebido desde la nada, sin embargo respondía de modo tácito a una tradición federal comprobable igualmente en Pi y en los federales. Así, la organización que se desarrolló a partir del título VIII de nuestra actual Constitución, en gran medida estaba en el proyecto de Constitución federal de la República Española de 1873. En casi todo coincidía con el actual mapa autonómico, aunque haya las lógicas diferencias debidas a las distintas situaciones históricas. Por lo demás, releer hoy aquel proyecto de Constitución, elaborado en la tensa coyuntura de 1873, puede servir para conocer cuánto de nuestro actual patrimonio democrático debemos a aquellas personas que, sin embargo, gran parte de los libros de historia los caricaturiza o los tergiversa. También es necesario reivindicar que Pi y Margall fue un ministro de Gobernación ejemplar en la limpieza de los procesos electorales celebrados bajo su mandato, a pesar de las difíciles circunstancias. Pero de Pi no sólo es destacable su actividad política (en la que también sufrió el exilio), o su constante e influyente tarea de escritor y polemista, sino que además fue pionero en la historia de la pintura y del arte, en la que su estilo literario fue destacado por Azorín. En cualquier caso, no es justo que en Barcelona (su ciudad natal) la plaza que recordaba su memoria, y que el franquismo borró, se rebautizara en la transición con el nombre de Juan Carlos I, o que en Madrid, la ciudad en la que vivió y murió, no exista recuerdo de una personalidad tan excepcionalmente honrada.

Juan Sisinio Pérez Garzón es catedrático de Historia en la Universidad de Castilla-La Mancha.

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