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LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
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60 euros

La horma suele cocinarse los martes, de cuatro a seis de la tarde, en una vieja Olivetti, al estilo Montanelli. Cuando está lista, se llama a la secretaria de redacción del diario para que pasen a recogerla y, si no surgen problemas, se publica los jueves. Antes, cuando me hallaba de viaje, me llevaba la vieja máquina de escribir y solía mandar mis tres folios el mismo día y a la misma hora, por fax. Pero tal como se han puesto las cosas en los aeropuertos, he renunciado a llevármela y prefiero dejar escrito algo antes de partir. Y eso es precisamente lo que pensaba hacer esta semana, no porque fuera a estar de viaje, sino porque el martes era primero de año y difícilmente iba a encontrar un hueco la tarde del martes para escribir mi horma.

Opté por sacar 60 euros y esperé la orden de retirar la tarjeta, pero apareció: 'operación anulada'

Podía echar mano de mi colección de películas sobre Papá Noel e improvisar una crítica actualizada sobre una de las joyas de la misma: Le Père Noël est une ordure, un filme de culto en Francia, rodado por Jean-Marie Poiret en 1982 y que sigue pareciéndome una jubilosa salvajada (siempre lo veo por estas fechas). O podía escribir sobre el Guillermo de Richmal Crompton, cuyas aventuras vuelven a alegrar nuestros quioscos: 'Guillermo, Douglas, Enrique y Pelirrojo, conocidos con el nombre de los Proscritos, regresaban juntos del colegio. Reinaba gran excitación en el pueblo. Una sociedad arqueológica auténtica estaba haciendo excavaciones en el valle y había descubierto verdaderos restos de una legítima quinta romana. Los Proscritos habían decidido observar los trabajos de excavación...'.

Tema, pretexto, excusa no iban a faltarme, pero lo cierto es que esta semana me había propuesto hacer algo más periodístico: una crónica sobre la fiesta, el baile de fin de año en la estación de Francia, o bien una crónica sobre los primeros billetes de euro que vomitaría el cajero automático de la sucursal bancaria que hay debajo de casa, a las 0.01 en punto.

Pronto descarté la primera opción. '¿Qué diablos vas a hacer tú en una estación de Francia, en tu mitificada estación de Francia, invadida de una juventud que baila al son de una música horrible, bebiendo horribles brebajes?', me dije. Si la fiesta hubiese sido con orquestas de músicos gitanos, gitanos de Hungría y de Rumanía; orquestas encaramadas en viejas locomotoras de vapor que entran y salen resoplando de la estación, una estación repleta de hermosas gitanas y hombres lobo, una estación iluminada por Karl Freund, con osos auténticos y hombres anuncio bailando embutidos en botellas resplandecientes de champaña Mumm..., a buen seguro que no me la habría perdido.

Total que me decidí por los euros del cajero automático, a la hora señalada. El euro, para qué negarlo, me hace una cierta ilusión. Económicamente, es una medida que me convence, aunque pienso, como Jacques Delors, que la voluntad política de los gobernantes europeos carece de una visión arriesgada y generosa ('Il faudraut aller vers une véritable convergence économique', dice Delors. Y añade: 'Mais il n'y a pas de viagra pour cela!'. El euro refuerza, tal vez ingenuamente, mi europeísmo visceral. Me lleva a pensar en mi abuelo Ferran, nacido en 1853, 15 años antes de que apareciese la peseta que acabamos de abandonar. Me lleva a pensar en mi abuelo y en el pequeño de sus hijos, mi padre, viajando por Europa antes de la I Guerra Mundial, sin pasaporte, con unas bolsas de monedas de oro y plata. El euro me aligera el viaje y me lleva a pensar en aquel 'tiempo de los regalos', en aquel grand tour que emprende el joven Patrick Leigh Fermor, desde el muelle londinense de Irongate hasta Constantinopla, a pie por Europa, y que narra en su maravilloso libro El tiempo de los regalos (Altaïr, 2001), de cuyo descubrimiento siempre más le estaré agradecido a Jacinto Antón. Y además de ilusionarme, de enternecerme, el euro también tiene su lado divertido. Ya me imagino la sonrisa de conejo del bueno de Paolinu, el camarero del Wunderbar de Taormina, cuando le pague el negroni con cinco monedas de un euro con la imagen del borbón Juan Carlos I.

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Pero no todo el mundo se muestra ilusionado con el euro. Vean lo que al respecto piensa Pere Gimferrer: 'La idea de fer una Europa unida amb un passaport únic sota el control hegemònic de la banca alemanya no tan sols no és nova sinó que ja havia estat assajada anteriorment de manera ben seriosa encara que per camins totalment diferents dels d'ara. Em refereixo, naturalment, a la idea d'Europa d'Adolf Hitler i la seva política entre 1939 i 1944' (El Temps, diciembre 2001). Ante la imposición del euro, el insigne poeta y académico, pese a reconocer la diferencia que media entre una ocupación militar y 'una acció tecnocràtica de caràcter despòtic', nos aconseja que releamos algunos poemas de la resistencia francesa de la década de 1940, entre ellos Liberté, de Eluard, porque, 'vull pensar', escribe, 'que no caldrà arribar fins al punt de tornar a llegir, de més a més, La santa espina, de Louis Aragon'. No deja de ser curioso que el insigne escritor haya echado mano de dos poetas comunistas, estalinistas, para resistir a una acción tecnocrática de carácter despótico.

Así que opté por ir a sacar 60 euros a la oficina del BBVA que hay debajo de casa, en el 126 del paseo de Sant Joan. Entré en la oficina a las 0.02 horas, todavía con la última uva (de Novelda) en la boca. Metí la tarjeta, di el número secreto, y pulsé la tecla de 'sacar dinero'. Aparecieron los euros en la pantalla y pulsé la tecla de los 60. Ya sabía lo que iba a hacer con ellos. El primer billete de 20 euros se lo dejaría, junto con una botella de vodka Copernicus, de las que me manda mi hijo desde Varsovia, al hombre que duerme en la oficina y aquella noche estaba ahí, dormido en su lecho de cartón. El segundo billete me lo gastaría en el Green Park, el pub de la esquina, para ver si me han subido el whisky, como mucho me temo. Y el tercero lo guardaría entre las hojas de mi edición ilustrada, una vieja edición inglesa, de La isla del tesoro.

Pulsé, pues, la tecla de los 60 euros y esperé a que apareciese en pantalla la orden de retirar la tarjeta, pero lo que apareció fue aquello tan desagradable de operación anulada 'por razones técnicas' y, acto seguido, la puntilla: cajero 'temporalmente fuera de servicio'. Total, que se me tragó la tarjeta y mis tres amigos se quedaron sin los 60 euros: el vecino que dormía plácidamente, el barman de la esquina y el capitán Silver. Buen comienzo de año.

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