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Columna
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Despacito

Un servidor se ha visto obligado a andar despacito por Madrid a causa de razones irrelevantes que no hacen al caso. Fue una cruda experiencia. Devino de adentrarse en la realidad de lo que le sucede a un ciudadano cuando sólo puede andar despacito por Madrid, lo cual es propio de ancianos, enfermos e impedidos. O sea, que no se trataba de comprenderlos o 'ponerse en su caso' (que se suele decir), o afiliarse a una ONG de asistencia a la tercera edad, o introducirse disfrazados en el colectivo a la manera de los periodistas intrépidos para compartir sus vicisitudes y luego contarlas. No se trataba de nada premeditado, en definitiva, sino que uno había de ir despacito por Madrid inevitablemente. Y supo que, en Madrid, el que sólo puede ir despacito se juega la vida.

Se critican las numerosas obras callejeras de Madrid y es verdad que constituyen trampas mortales. Muchas están concebidas de tal manera que obligan a los transeúntes a dejar la acera y caminar por la calzada, donde los coches les pasan rozando el culo sin el menor miramiento y reducción de velocidad como sería prudente.

Si los transeúntes pueden circular por las aceras, deben cuidar dónde pisan y esmerar el equilibrio, pues han de discurrir por senderos tortuosos, lo que fuerza a inesperadas peripecias a veces andando de costado, con alguna súbita contorsión, lance o paso de pedicojo, para evitar clavarse en el estómago uno de los barrotes que por allá sobresalen. A veces hay también obras en los edificios. Abundan las de tres o cuatro modestas plantas que el dueño declara en ruina, echa a los inquilinos, y el Ayuntamiento le autoriza rehacer, aunque ya con siete alturas y precios de pisos de lujo.

Cuando coinciden estas obras con las de la calle, el paso es angosto e incierto sobre un piso destrozado donde corren el fango y el cemento de las obras. Ahí, el riesgo es el de desnucarse.

Un día iba por allá, detrás de un matrimonio cuyo turbado caminar servía para disimular el mío, cuando por detrás llegó un individuo apresurado que pugnaba por adelantarnos a empujones. Le dije: 'Aguarde un poco, por favor. ¿No ve que estos ancianos no pueden ir más rápido? 'A mí me la suda', respondió.

Las obras de Madrid y algunos ciudadanos de Madrid...

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Cruzar la calle donde hay semáforo aún acarrea mayor peligro. El que eche a andar en el momento justo en que el semáforo se pone verde para los peatones morirá atropellado. Es lo característico de la circulación viaria madrileña: que, una vez se pone rojo el semáforo para los coches, muchos de ellos no sólo no frenan, sino que aceleran y cruzan el paso de peatones a la carrera.

Normalmente no ganan ni tiempo ni nada, pues se ven obligados a detenerse unos metros más allá, donde ya hay coches atascados o esperando que se abra otro semáforo. Los sociólogos disponen aquí de un excelente campo para estudiar el alcance de la estupidez humana. Un servidor, no ya ahora que anda despacito, sino cuando podía bailar rock sin que se le vinieran las asaduras al gargüero, siempre tuvo la certeza de que quienes se portan como idiotas en los coches lo son también fuera de ellos.

El peatón, por tanto, aun con el semáforo verde a la vista, deberá aguardar a que pasen todos los automovilistas idiotas, y sólo entonces iniciará el cruce a la acera de enfrente. El problema, sin embargo, es para los que andan despacito, pues, acortado el tiempo de duración del semáforo, no les dará tiempo a llegar. Y habrán de parar en medio de la calle, porque, ahora en verde el semáforo para los coches, ninguno espera. Vuelve entonces la angustia, coches en dos direcciones sin consideración a los ciudadanos que andan despacito, todos ellos temblando en mitad de la calzada mientras los coches pasan veloces rozándoles el culo, conducidos por gente ajena a la prudencia o, cabría decir, a la piedad. Se ve que se la suda también.

Y más peripecias podría contar.

Dicen que esto es por el trepidante ritmo de vida que llevamos. Pero un servidor sospecha más bien que en Madrid la estulticia ha tomado carta de naturaleza. Mal asunto sería ése.

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