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Columna
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Pujol, el obediente

Josep Ramoneda

'Quien hace todo lo que puede no está obligado a más'. Es esta una de las frases que más repite el presidente Pujol en los últimos tiempos. Va dirigida a los suyos. Y es verdad: ha hecho todo lo posible para que el día siguiente, cuando él ya no sea candidato, no puedan echarle en cara una hipotética derrota. Pujol ha sorprendido por su docilidad. Lleva ya varios meses que hace lo que le piden, aunque no siempre sea lo que le pide el cuerpo. Probablemente el momento de mayor sufrimiento íntimo fue cuando en el debate de la moción de censura tuvo que reprimirse sus naturales instintos que le mandaban subir a la tribuna y merendarse a Maragall. Le pidieron que cediera paso, que delegara en Mas la posibilidad de la respuesta y tragó saliva cada vez que el cuerpo le pedía marcha. Pujol ha dejado de ser el líder incuestionable que devora a sus herederos para ejercer de padre que da satisfacción a sus hijos, para que si se malgastan la herencia no le guarden resentimiento. Desde que accedió a nombrar conseller en cap a Mas y elevarle al rango de heredero oficial, hemos visto un Pujol obediente, preocupado por encima de todo por responder positivamente a las demandas de su entorno. La última vino de Duran: no quería a Felip Puig como adjunto en la secretaría general de la coalición. Y Pujol también le dio satisfacción. A este hombre nos lo han cambiado.

¿Por qué este cambio de actitud? La maledicencia política dice que todo gobernante carismático, cuando deja el poder, en el fondo de su corazón prefiere la victoria del adversario porque es un modo de afirmar su carácter insustituible. ¿Quiere Pujol romper esta maledicencia o simplemente no quiere dar motivos para que se la apliquen a él? Probablemente, la respuesta no es unívoca, entre otras cosas porque la pregunta transcurre por los terrenos procelosos de la psicopatología política, y es precisamente por estos caminos que encontramos los indicios. El primero de ellos es el conflicto de carismas: Pujol ha tenido una rivalidad muy fuerte con Maragall; probablemente su actitud no sería la misma si el adversario fuera otro. El segundo es la cuestión de los intereses: en el opaco oasis catalán es mejor tener controlado a quien abrirá los cajones porque siempre puede haber sorpresas. El tercero es la patria; patria y partido van estrechamente unidos en la mentalidad de Pujol y una traición al partido -aunque fuera por omisión- sería una traición a la patria. Y, como dijo Pujol una vez a un amigo: 'Eso de Cataluña me lo creo'.

Ese aspecto, a mi parecer, es extraordinariamente importante. La experiencia cotidiana y los mil y un ejercicios de pragmatismo han introducido muchas dudas sobre la cuota de fe y la cuota de cinismo en el uso que Pujol ha hecho de la patria en estos veintitantos años. Naturalmente, toda ideología -y el nacionalismo lo es- responde a un sistema de intereses, y en el fondo el nacionalismo catalán es un modo de garantizar que en Cataluña gobiernen siempre los mismos. Esta noción de mismos pudo ampliarse en sentido transversal. Pero cuando un solo grupo o coalición lleva mucho tiempo gobernando es inevitable la identificación con los mismos. Por tanto, el interés nacional y el interés de partido se confunden muy fácilmente, con lo cual las dudas sobre la fe se hacen cada vez mayores, y a medida que el liderazgo va perdiendo jirones de su carisma la sensación de que se instrumenta lo patriótico es más grande. Al fin y al cabo, para qué han servido siempre las patrias si no para ponerlas al servicio de algún proyecto político.

Pero desde que Michel Foucault estudió las relaciones entre poder y discurso, estamos mejor preparados para entender cómo el discurso acaba atrapando al mismo que lo pronuncia, de modo que la manipulación cínica es casi siempre una interpretación errónea de la realidad. Pujol se cree lo de Cataluña sin que eso sea incompatible con que pueda hacer un uso partidario de ella, entre otras cosas porque cuanto más fuerte es la creencia más indestructible es la convicción del que la posee de que su destino y la fe van juntos. Precisamente es sobre este mecanismo de retroalimentación entre fe e interés que la política pujolista consiguió su plena eficacia. Porque sólo se puede estar con Cataluña y con el que ha sido diseñado por el propio discurso como enemigo principal de Cataluña -el PP ahora, el PSOE en el pasado- a la vez si se entiende como una exigencia de la fe: como un sacrificio que la patria pide. Y precisamente el principal indicativo del estado de salud de una ideología es si sus abnegados seguidores conservan la fe suficiente para tragar el sapo o empiezan ya a destapar el sentido crítico. Si es por pragmatismo que los electores de Convergència i Unió (CiU) aceptan los pactos contra ideología, sus dirigentes pueden empezar a preocuparse, porque se empieza por dudar, se sigue pasándose a la abstención -como ocurrió en 1999- y se acaba votando al contrario.

El obediente Pujol de este fin de reino, cumpliendo los deseos de los suyos, ha llevado a Convergència i Unió a compartir suerte en una federación. A partir de ahora los trapos sucios -que son muchos- se lavarán en casa, aunque el patriotismo de partido es un virus contra el que no hay medicamentos. Desde este momento el objetivo de Convergència sólo puede ser uno: completar la caza del depredador vestido de cordero que para ellos ha sido siempre Unió Democràtica. Pujol ha hecho todo lo que le han pedido. Si Convergència i Unió supera la crisis sucesoria y gana las próximas elecciones, Convergència podrá completar fácilmente el proceso de fagocitación de Unió y aquí paz y después gloria. Si pierde, empezará entonces la crisis sucesoria de verdad, y veremos si la coalición resiste el envite. ¿Y quién sería el único que saldría limpio en las dos hipótesis? El obediente Pujol.

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