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Tribuna
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Elogio de la rotonda

En los tiempos que corren, en los que malviven viejos totalitarismos que se resisten a morir, nuevos totalitarismos emergentes y algún totalitarismo muerto que aspira a la resurrección, a veces todo invita a temer las convicciones y agradecer las convenciones. En nombre de las convicciones, gentes muy diversas se lanzan las unas contra las otras a imponerse mutuamente verdades reveladas. Se echan en falta entonces las convenciones, gran logro de la civilización, que permiten la convivencia entre convicciones distintas, que no pretenden haber sido reveladas por ninguna divinidad, que no pretenden ser la verdad, sino arbitrar entre las diversas verdades. Hace años, el término convencional sólo me parecía un insulto. La convención era algo artificial y, por tanto, falso. Ahora, entre tanta verdad excluyente, aprecio precisamente la artificialidad de la convención, su carácter laico, humano, el valor del pacto o el acuerdo que permite circular a cada uno con su verdad y sin necesariamente entrar en colisión.

Contra convicciones, convenciones: son las que regulan el campo y las normas del juego

Este artículo tenía que llamarse, en principio, Elogio del semáforo. El semáforo me parece un gran invento de la humanidad. En ninguna parte, en ninguna tabla de la ley, se dice que debemos pararnos en rojo y avanzar en verde. Que el rojo es el color de pararse no es una convicción, sino una convención. Pero qué formidable, qué utilísima convención. Sin ella, cada uno armado de su razón, montado en su verdad propia como en un tanque, en su derecho inalienable a pasar cuando le dé la gana y los demás que se apañen, cada cruce sería una guerra. Pero nos hemos puesto de acuerdo en pararnos en rojo y avanzar en verde. Porque sí, por acuerdo práctico, por puro pragmatismo: podría ser perfectamente al revés y sería igualmente razonable. Y si respetamos la convención, sin tener que renunciar necesariamente a nuestras convicciones, los cruces pueden ser algo relativamente ordenado y pacífico.

Decía que el artículo tenía que llamarse Elogio del semáforo, pero un amigo me convenció de que aún hay un mejor ejemplo de convención civilizada: la rotonda. Y tenía razón. El semáforo es, al fin y al cabo, un poder, una decisión externa, que se pone rojo o verde. Es una convención impuesta. La rotonda, el 'vous n'avez pas la priorité' que cuando leí por primera vez en Francia me pareció una formidable cura de humildad, es lo mismo, pero sin un poder externo. No hay una señal exterior que te manda parar o arrancar, sino que es tu propia decisión dentro de las reglas del juego la que te indica lo que puede o debes hacer. La rotonda, entendida como una convención, es todavía mejor que el semáforo. No nace de una convicción, de una regla impuesta o revelada, sino de la simple convención de dejar pasar a quien viene por la izquierda. Si se respeta, si se juega dentro de la regla, no sólo evita los accidentes, sino que regula mejor el tráfico, evita paradas innecesarias y absurdas -horas ante un semáforo en rojo mientras no pasa nadie por la calle transversal-, ofrece a cada ciudadano la posibilidad de decidir y al mismo tiempo de protegerse a través de la convención pragmática.

¿Una metáfora liberal? ¿Una rotonda liberal, frente a un semáforo autoritario o un cruce sin reglas convertido en la ley de la selva, en la ley del más fuerte? La rotonda es liberal, pero de una forma matizada. Para que la convención de la rotonda funcione, para que el conductor decida dentro de la convención, alguien ha tenido que construir una plaza, ha tenido que pintar el suelo, poner las señales, marcar el terreno de juego. A partir de aquí, la convención se liberaliza. Pero las condiciones las ha puesto el sector público, las ha puesto el Estado. La rotonda no se monta en el aire ni hay rotondas en la pobreza. La rotonda exige unas condiciones mínimas de civilidad, pero también de infraestructura. Es una convención, pero una convención inducida y hecha posible por unas condiciones favorables.

Contra la mala fama de las convenciones, un mundo en el que existieran estrictamente convicciones sin semáforos ni rotondas sería un mundo de choques constantes. Yo no sé si tenemos que exportar o importar convicciones, pero estoy seguro de que tenemos que fortalecer y exportar convenciones. Al fin y al cabo, la propia democracia no es otra cosa que un cúmulo de convenciones: decidir a través de la mayoría -que no es toda la democracia, pero que es su centro- no deja de ser una convención. La mayoría puede estar equivocada, puede no tener la verdad -al menos según los que sí están convencidos de tenerla-, pero nos hemos puesto de acuerdo en que la mayoría es como el verde del semáforo. En cualquier caso, mejor la rotonda o el semáforo, que arbitran entre razones contrapuestas, que la dirección prohibida o la dirección única que puedan querer imponer los poseedores convencidos de la verdad. La única verdad, por supuesto.

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Vicenç Villatoro es escritor y diputado de CiU.

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