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Columna
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De la paz y del burka

Todos queremos la paz y la palabra, el pan y la justicia. También la desean los enemigos del ataque anglo-americano al régimen talibán. Desde el 11 de septiembre, la paz en Afganistán y el diálogo con sus atroces dirigentes ha sido la bien pensante receta de muchos europeos del sur, por lo general, más motivados por su animadversión hacia EE UU que por el recuerdo de las seis mil víctimas inocentes de Manhattan. A este resignado propósito, los pacifistas añadían, una estrategia: que detengan a Bin Laden y que lo juzguen en un país neutral. ¿Quién iba a detener a Bin Laden? ¿Acaso el mulá Omar, su consuegro? Los pacifistas son personas muy necesarias, y no pocas veces ejemplares, pero de cuando en cuando olvidan que existe un valor más importante que la paz, el de la libertad. Si anteponemos la paz a la libertad podemos llegar a convertimos en involuntarios exculpadores de la barbarie. En Afganistán la gente vive bajo la miseria desde hace siglos, bajo la violencia desde 1979 y en medio de una locura fanática sin parangón desde 1996. Pues bien, erradicar esta última capa de ignominia es positivo. Supone mejorar la condición de aquel pueblo. Los vecinos de la Kabul liberada por la presión militar de Occidente y por los soldados de la Alianza del Norte son mucho menos desdichados sin los talibanes en el poder que con ellos. La derrota de aquel pavoroso extravío también favorece la seguridad de las sociedades democráticas de Occidente; regímenes sin duda imperfectos, pero infinitamente más justos y libres que la teocracia sangrienta regida desde Kandahar. Del mismo modo, pocas dudas pueden existir en que hoy en Kosovo, y también en Yugoslavia, hay más libertad y paz que en los tiempos de Milosevic, otrora aliado tácito de quienes tienen por bandera el odio a la OTAN. Sin que ello, naturalmente, nos haga olvidar los criminales comportamientos de EE UU en la República Dominicana en 1965, en el Chile de Allende o en la Nicaragua sandinista. O, sin ir más lejos, el apoyo cínico, delincuente, y a la postre suicida, de Washington a los talibanes entre 1992 y 1996.

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