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Mediterráneo: una segunda oportunidad para España

Seis años después, España volverá a ostentar la presidencia de turno de la Unión Europea a partir de enero próximo. En el corto plazo, la agenda europea estará dominada por la entrada en vigor de la nueva moneda y por la crisis económica. En un orden más político, las repercusiones del atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono y la ampliación de la UE polarizarán el debate estratégico. Con un calendario tan marcado por cuestiones económicas y políticas de semejante calado, los otros temas corren el peligro de quedar en un plano menor: en particular, la política mediterránea, de tanta trascendencia para España.

A este riesgo contribuyen una situación internacional marcada por la necesaria acción contra el terrorismo y una coyuntura regional adversa que genera cansancio en los actores de la iniciativa euromediterránea. Basta con ver cómo han cambiado las cosas desde 1995, cuando González y Solana aprovecharon la ventana de oportunidad que se abrió en las relaciones entre Europa y sus socios mediterráneos y organizaron la Conferencia de Barcelona. Los tiempos son otros. Sobre todo en el Próximo Oriente, donde la paz ha desandado en unos meses el camino tejido durante una década, desde la Conferencia de Madrid de 1991. También en el Magreb, donde las transiciones hacia la democracia política y la libertad económica están marcadas por la incertidumbre. Ante este panorama, se oyen voces que reclaman un cambio de prioridades y sugieren aparcar la agenda mediterránea. Ocupémonos del terrorismo y de la ampliación y esperemos tiempos mejores para volver a pensar en el Mediterráneo: aunque nadie la formule así, esta idea tiene valedores en algunos círculos de la UE.

España no puede pensar de este modo. Debe actuar para que el Mediterráneo siga ocupando un lugar de primer orden en la agenda europea. Como una respuesta de fondo a las raíces del terrorismo internacional y como un complemento meridional a la ampliación de la UE hacia el Este. Puede que hablar del Mediterráneo y de sus retos sea hoy más difícil que hace unas semanas, pero seguro que es más necesario. Cuando el mundo se interroga sobre el nuevo orden internacional y Europa inicia una reflexión sobre su futuro es cuando más nos interesa que el tema no pierda peso en las preocupaciones europeas. Puede que no sea el momento mejor para acuerdos espectaculares, pero se trata de algo más político: decidir el papel que va a jugar el Mediterráneo en la política exterior de la nueva Unión Europea. Se trata de revalidar las ideas que hicieron posible la Conferencia de Barcelona, hace seis años, y acoplarlas al proceso de ampliación y a la nueva situación internacional. Europa tiene más interés que nunca en que el Mediterráneo salga del callejón en el que se encuentra. España tiene más interés que nadie en que los próximos años no sean sólo los de la ampliación de la UE hacia el Este, sino también los de la asociación con los países del Sur. Tiene el reto de convencer a sus socios europeos de que la proyección de la UE en ambas direcciones es no sólo necesaria, sino posible. Y que se puede lograr con una política ajena a la idea de un Sur marginado, intratable o tratado sólo desde la óptica de la seguridad.

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La presidencia española se presenta, en este sentido, como una segunda oportunidad para la política euromediterránea; como una ocasión para aportar ideas nuevas al Proceso de Barcelona, aceptables por los Gobiernos europeos, estimulantes para los demás países de la cuenca y útiles para una acción internacional concertada contra toda forma de terror. Nadie está en mejores condiciones para intentarlo que España. En 20 años, la diplomacia española ha ido adquiriendo, en el Mediterráneo, un prestigio que le permite actuar con vocación de liderazgo. Esta vocación debe constituir política de Estado. De tal modo que no esté al albur de la sensibilidad del Gobierno o del ministro de turno. En todo caso, me consta que el ministro Piqué ha comprendido su importancia y que el ministerio está empeñado en evitar que la cita euromediterránea que se celebrará bajo la presidencia española sirva para algo más que para constatar las dificultades del presente. No va a ser fácil. Mucho tendrían que cambiar las cosas, de aquí a abril de 2002, para soñar en avances significativos de orden político. Salvo que la brutalidad de los atentados terroristas y el acierto en la respuesta generen un clima positivo en el mundo árabe moderado, lo que tampoco puede descartarse.

El proceso de asociación entre Europa y los doce países del sur y el este del Mediterráneo es un todo que debe culminar en el establecimiento de una zona de librecambio el año 2010. De ahí la hipoteca que supone el conflicto árabe-israelí. Pero hay otra hipoteca tanto o más gravosa que ésta y que hace muy difícil el cumplimiento de las fechas establecidas por la Conferencia de Barcelona: el carácter residual de las inversiones privadas en el área (menos del 1,5% del total de las inversiones mundiales). Así es muy difícil que haya proceso de asociación. Es imposible que haya desarrollo y, por supuesto, es una broma hablar de prosperidad compartida. Bienvenidos sean, pues, los esfuerzos de la presidencia española para estudiar iniciativas destinadas a potenciar las inversiones. Con todo, creo que la principal aportación de España debe ser la de dar un impulso político al proceso, como sucedió en sus inicios, en 1995. Quizás sea en este terreno donde más se pueda innovar. En particular, desarrollando estrategias de geometría variable, que permitan avanzar más en unos campos que en otros, y que faciliten el liderazgo de los países más decididos, tanto en el Norte como en el Sur, en la línea de lo que ya ha ocurrido con la constitución del grupo de Agadir, integrado por Marruecos, Túnez, Egipto y Jordania.

España ocupará la presidencia en un momento crucial para el Mediterráneo. Tiene el reto de reiterar la viabilidad de un proyecto común, de diseñar un futuro en el que esta región encuentre un encaje, al tiempo que la UE se plantea el reto de la ampliación. La asociación entre la UE y sus socios mediterráneos implica grandes cambios para estos países. Cambios costosos, pero indispensables. Europa debe hacerlos posibles con más fondos de cooperación y con más inversiones privadas; pero sobre todo con una oferta política inequívoca que coloque el Mediterráneo a rebufo de la UE, y no en una posición marginal, a la espera de que los demás escriban la historia. Que dé argumentos y esperanza a quienes apuestan por la modernidad y aísle a quienes se aprovechan de la inmensa frustración en la que vive buena parte del mundo árabe y musulmán.

Andreu Claret es director del Institut Català de la Mediterrània.

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