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Columna
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Fraga se queda, Pujol se va

Josep Ramoneda

En la noche electoral gallega, Manuel Rivas, quizá para aliviar la mala fama de Galicia como país conservador de ritmos políticos más lentos que el resto de España, dijo que había que revisar ciertos clichés y que si echábamos un vistazo al panorama europeo, de Aznar a Berlusconi, igual llegábamos a la conclusión de que el modelo de Fraga está más extendido y es más actual de lo que parece. Fraga no sería, pues, un arcaísmo, sino la vanguardia. La vanguardia de la confusión entre lo público y lo privado, entre lo institucional y lo partidista, entre el interés general y el interés particular, el reino del paternalismo, el clientelismo y el nepotismo. En realidad, se trata de vicios muy generosamente repartidos en el espacio político que en estos tiempos de sumisión al poder económico algunos quieren presentarlos como virtud. Éste sería el vanguardismo de Fraga, un hombre que tiene el estado tan metido en la cabeza que lo considera su casa y, por tanto, que confunde muy a menudo el ámbito civil y el ámbito institucional, la familia y el gobierno.

Por caminos muy distintos, Fraga y Pujol -dos veteranas figuras políticas que han sido noticia, una por su clamoroso triunfo, la otra por su clamoroso silencio- han alcanzado confusiones parecidas. No hay casi nada en común en los trayectos recorridos. Fraga creció en sabiduría y dominio del poder en las opacidades de la dictadura franquista -donde aprendió que el Estado era él y que entre familia, municipio y estado hay una natural continuidad-, intentó adaptarse a la política democrática como líder de la derecha española, hasta que entendió que debía encontrar una espacio más adecuado para fraguar la mayoría natural que España le negaba sistemáticamente. Y consciente de sus límites -que no limitaciones- redujo el ámbito de su ambiciones a su Galicia natal. Allí pudo realizar el principio orgánico que dice que la mayoría es una cuestión natural y no cultural como pretende equivocadamente el discurso racionalista. Y allí se ha quedado, con cuatro mayorías naturales absolutas como peana hacia la eternidad.

Jordi Pujol vino por el camino contrario: el de la resistencia y de la lucha antifranquista. En aquella experiencia se hizo cuerpo con la nación. No se sabe a ciencia cierta si fue la nación que se encarnó en él desde el origen o fue él quien habitó la nación. Pero en cualquier caso vivió su aventura política como un destino nacional. Lo que para Fraga era el Estado, para Pujol era la nación, de cuya naturaleza se sentía portador. El crudo y abierto juego de intereses de la cotidianidad democrática nunca oscureció este destino. Y si Pujol hizo de la nación -la bandera de todos- su bandera fue porque uno y otra eran indisociables. Sobre esta fantasía se construyó su poder. Un poder contante y sonante, como todos los de este mundo, en que sólo los encantados o los que prefieren mirar a otra parte pueden negar su sórdida realidad. Pero así creció otra mayoría natural, la de los catalanes de verdad, que ha reinado más todavía que la de Fraga. Al llegar al final estas confusiones a veces desembocan en extraños dislates. Pujol es un hombre de la política, que siempre ha desconfiado de la sociedad civil, porque no le gusta nada que no pueda controlar y en Cataluña, paradójicamente, pese a su mayoría política, la sociedad civil a menudo le ha sido esquiva. Como político que cree en el liderazgo social del gobernante siempre ha dado mucha importancia a lo simbólico, siempre ha estado atento al rito de lo institucional. Y, sin embargo, a la hora de guardar los intereses de su gran familia -la mayoría natural catalana- ha tenido un inesperado desliz. Enfrentado a la moción de censura socialista ha delegado su papel de presidente -al que iba dirigida la invectiva- en sus consejeros. Entre dar una mano al delfín o asumir la responsabilidad institucional ha preferido optar por lo primero. Mal asunto cuando se pierden las formas.

Pujol podía tener razones para su silencio. Por ejemplo, considerar intemperante y fuera de lugar la censura de Maragall. Pero tenía que haber subido a la tribuna a explicarlo, porque nadie más que el presidente puede hablar por sí mismo. ¿O no es ésta la dignidad institucional? Aunque de estilo poco ortodoxo, Pujol es un excelente parlamentario. Sin duda mejor que Maragall. Probablemente su cuerpo le pedía el choque con el candidato socialista, al que le ha tenido siempre ganas. Con toda certeza tuvo que reprimirse mucho para no subir al estrado. Y, sin embargo, lo hizo. ¿Por qué? ¿Porque se lo exigieron sus herederos? Es extraño ver a Pujol obedeciendo, aunque de un tiempo a esta parte lo haga a menudo. Quizá lo que Pujol quería evitarse era protagonizar la cerrada alianza CiU-PP que sus herederos representaron como nunca.

La confusión entre su suerte y la de la nación que Pujol ha oficiado siempre puede hacer que le parezca perfectamente correcto este desdén institucional: al fin y al cabo, lo que está bien para Pujol está bien para la nación. Pero Pujol debería saber que las cargos ni se poseen ni se ocupan, se ejercen, siempre de modo transitorio, y que la presidencia de la Generalitat no puede ser nunca un refugio para quien ha decidido jubilarse y traspasar sus poderes. En la presidencia de la Generalitat o se está para gobernar o no se está. Por eso la dejación de responsabilidad de Pujol en el debate de la moción de censura ha sido interpretada de modo casi unánime como la señal de entrada en el pospujolismo. ¿Es posible que tengamos durante dos años una pospresidencia de la Generalitat sin que la institución se resienta?

Los tiempos políticos de este país se parecen a los gallegos. Los socialistas afirman estos días que ya son alternativa. Uno había entendido que lo eran desde las últimas elecciones en que Maragall ganó en votos, que no en escaños, a Pujol. ¿Qué han hecho en los dos años que han pasado desde entonces? Entre el pospujolismo y la prealternativa quedan dos años turbulentos por delante. Con Pujol bajando discretamente de la peana para que crezca Mas, mucho más. Años de pospresidencialismo que es la versión descafeinada del pujolismo, la de la autoridad perdida.

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