_
_
_
_
_
Tribuna:DEBATE | ¿Es superior la civilización occidental?
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Verdes y azules

El salvaje atentado del 11 de septiembre, del que se responsabiliza a fanáticos islamistas comandados por el saudí Bin Laden, ha vuelto a fijar nuestra atención en el mundo musulmán. Esta reflexión ha llevado a algunas personalidades como el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, o la escritora Oriana Fallaci a afirmar abiertamente la superioridad de la civilización occidental sobre el islam. ¿Es el islam una civilización y, por tanto, comparable a la occidental? ¿En qué serían los valores occidentales superiores a los musulmanes? Esto es lo que se debate en esta página.

La tragedia del 11 de septiembre ha teñido a la opinión de verde y azul, por emplear los dos colores que en tiempos de Justiniano servían para designar a las facciones enfrentadas sobre materias de política, religión y deporte. Los verdes -pongamos- deploran la matanza, aunque son proclives a imputar su causa a los agravios sufridos por el mundo musulmán a manos de Occidente. Los azules, por el contrario, prefieren subrayar las carencias del mundo islámico. Se puede ser verde con distintos grados de entusiasmo. Y, asimismo, azul frenético o azul reservón. Se han verificado, sin duda, premuras verdes poco disculpables en la confusión subsiguiente al atentado. La desmaña de un traductor simultáneo provocó que la frase evil doers -literalmente, hacedores de mal-, pronunciada por Bush en uno de sus discursos, fuese vertida al castellano como algo que hacía referencia al 'diablo' -devil, en inglés-. Y una catarata de comentaristas y tertulianos se apresuró a establecer simetrías espurias entre el presidente de los Estados Unidos y los talibán. Esto... no se sostiene. Diablos imaginarios aparte, el Dios de Bush es el mismo al que apela Jefferson en la Declaración de Independencia americana. Un Dios abstracto que no impide la igualdad de los credos religiosos, el Estado aconfesional y la invocación de los derechos individuales. Quien piense que este Dios constituye una cantidad que es homogénea con el Alá de los integristas debe revisar con celeridad sus nociones de historia. Es necesario, en fin, mejorar la calidad del debate.

Comencemos por adoptar un principio de cautela metodológica. No somos, con alguna venturosa excepción, expertos en los textos coránicos. Sería, por tanto, insensato que hiciéramos cábalas sobre lo que indefectiblemente se desprende del Corán. Ahora bien, sí estamos en grado de sopesar, o al menos de constatar, datos recientes y desnudos. Y los últimos mueven, sinceramente, a preocupación. Uno de los factores que más están pesando en la actual prudencia americana es el fuerte apoyo popular que en distintas naciones -Pakistán, Arabia Saudí, incluso Egipto y una zona del Magreb- se dispensa a las acciones terroristas. Para los geoestrategas, la cuestión reside en proteger a los gobiernos oligárquicos y prooccidentales de las masas de simpatía integrista. Para el sociólogo, el problema es más hondo: un porcentaje apreciable de esas poblaciones atribuye los atentados a Bin Laden. Y su reacción no es de repulsa, sino de aplauso. ¿Qué diablos ha ocurrido para que hayamos llegado a semejante situación?

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Los azules no se consideran especialmente obligados a contestar a esta pregunta. Su respuesta es, más o menos, la siguiente: 'Pregúntenles a ellos'. Pero los verdes, ya lo sabemos, han ensayado, cuando menos, una explicación parcial: la responsabilidad, en último extremo, recae sobre el propio Occidente. ¿Bingo?

No estoy seguro. O, para ser más precisos, tiendo a pensar que esta composición de lugar es un pelo megalómana. Puesto que Occidente es responsable de muchas cosas, aunque, me temo, no de todas. Tomemos el conflicto palestino / israelí. El quid, en el contexto actual, no es si se está cometiendo un atropello con los palestinos, que presumo que sí, y que debiera además ser corregido, sino la intensa concentración de odio, a lo ancho de medio planeta, que ese conflicto ha provocado en gentes no directamente afectadas por sus consecuencias. Esta capacidad de proyección es intrigante. No darse cuenta de que lo es equivale de nuevo a mirar hacia otro lado.

Resulta más fácil pronunciarse en torno a las racionalizaciones socioeconómicas. En un artículo reciente publicado en el Financial Times, Martín Wolf sacaba unas tablas comparativas sobre los niveles de renta. La renta media mundial es de 7.350 dólares. Todos los países de mayoría musulmana -Turquía y Malaisia a un lado- caen por debajo, a excepción de Arabia Saudí. El análisis diacrónico induce aún a mayor pesimismo. En 1950, Egipto y Corea del Sur estaban empatados en renta. La coreana es ahora cinco veces mayor. Una etiología de urgencia, aunque harto obvia, conduciría a imputar el síndrome a los propios países musulmanes: o no han ingresado en la era moderna o lo han hecho por la puerta falsa del socialismo autoritario. La idea verde de que Occidente es culpable resulta rara. Y todavía resulta más raro qué habría de hacer Occidente para lavar su culpa. ¿Forzar regímenes sociales inspirados en la ley y la transparencia de los intercambios económicos, al modo como estos asuntos se entienden en los USA o Europa? ¿Proponer cuadros de gestores que se hagan carga de las haciendas locales? Esto sería neocolonialismo. La política de inspiración intensamente verde no es separable, en último extremo, de planteamientos neocoloniales.

La semana pasada, Der Spiegel sacó a la luz el testamento de uno de los autores del atentado contra las torres. No contenía una sola reflexión personal. Sólo una profesión de fe en Alá e instrucciones rituales, dirigidas a los suyos, sobre cómo manipular su cadáver. Afortunadamente, el testador no es un musulmán representativo. No me lo imagino departiendo, en términos inteligibles, sobre las medidas que convendría adoptar para que gentes como él se sientan a gusto en este valle de lágrimas.

Álvaro Delgado-Gal es escritor.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_