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¿Una nueva era toledana?

¿Entre 1569 y 1581, Francisco de Toledo gobernó el Virreinato del Perú, o Nueva Castilla, como se le llamaba entonces, e introdujo una profunda reorganización administrativa, política y cultural, que dejó una profunda huella en esos reinos y en la visión que de la historia se tenía entonces. Desgarrado por las violentas guerras civiles entre los conquistadores y por las rebeliones indígenas que durarían hasta 1572, el virreinato necesitaba restaurar el principio de autoridad y Toledo lo consiguió con una mezcla de audacia y prudencia. Al impulsar personalmente una serie de informaciones o indagaciones in situ para probar que eran los incas los que habían conquistado injusta y cruelmente a muchos pueblos indígenas (lo que, en esencia, era cierto), trató de demostrar que la empresa española era una especie de 'liberación' de esas culturas sojuzgadas. De este modo propició un mejor conocimiento del pasado indígena, que era para él un aspecto importante de la tarea de gobernar las tierras del antiguo Perú. No sólo eso: Toledo estableció que el conocimiento del quechua fuese obligatorio para obtener un grado en la Universidad de San Marcos, requisito que hoy no existe. ¿Será capaz su homónimo Alejandro Toledo, presidente electo del Perú, que asume el poder este 28 de julio, de dejar una huella tan significativa en la historia del Perú contemporáneo? La situación es, a la vez, propicia y difícil: exige un grado de imaginación y habilidad política -además de una dosis de buena fortuna- que nadie sabe si son parte de sus cualidades como nuevo estadista. No sólo Toledo carece de previa experiencia pública -aparte de sus dos campañas electorales como principal opositor al poderoso régimen fujimorista-, sino que, en los últimos meses previos a su triunfo, surgieron acusaciones e informaciones que ponían en cuestión ciertos aspectos de su carácter personal; hay que decir, por lo menos, que Toledo no se defendió bien de esas acusaciones y que su huidiza actitud no hizo más que aumentar las sospechas sobre él. Él mismo tiene que saber que, si venció a su opositor Alan García, fue porque un buen sector del electorado votó por él como el 'mal menor', temiendo que García llevase al país a una nueva catástrofe económica y social.

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Vencer a García fue la parte fácil del asunto; gobernar al Perú en esta coyuntura es ahora el verdadero reto. ¿Estará a la altura de esa enorme tarea?

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El Perú es un país políticamente impredecible -quizá anómalo- y que desafía todas las pautas para comprenderlo. Es casi un milagro que, después de haber caminado tantas veces al borde del abismo, haya sobrevivido y mantenga tercas esperanzas. Su gente, acostumbrada a salir a flote en medio de los peores embates, suele decir: 'Dios es peruano' y también 'Este país se salva solo'. Aun dentro de la singularidad histórica y política peruana, la presente situación es, por varios motivos, excepcional. Durante una década bajo el gobierno de Fujimori -cuyo insólito triunfo electoral en 1990 desafió toda lógica y llenó el vacío creado por el clamoroso fracaso de Alan García y de los partidos tradicionales-, el país pasó rápidamente de una democracia formal a un creciente autoritarismo, y finalmente, a un sistema de corrupción oficial nunca antes visto.

Por primera vez en el Perú, el Gobierno funcionó gracias a un pacto secreto con las redes internacionales del narcotráfico y del mercado clandestino de armas, garantizado por organismos internos de espionaje, intimidación, terror y chantaje; es decir, el Gobierno se asoció con el hampa internacional y operó de acuerdo con sus leyes, no con las del Estado. Pero hay más: los peruanos saben hoy que todos y cada uno de los actos -buenos o malos- del periodo fujimorista son técnicamente ilegales, porque el presidente gozaba de una doble nacionalidad (peruano-japonesa) que le impedía constitucionalmente ejercer el poder. Tras esa pesadilla, y con el ex presidente asilado en Japón y su omnímodo asesor Vladimiro Montesisnos tras las rejas mientras espera juicio, el Perú tiene una ocasión única en su historia para saldar esa cuenta pendiente con uno de los más negros episodios de su pasado y ermeger del autoexamen y la catarsis consiguientes con la novedosa noción de que los crímenes de los poderosos se castiga severanente y de que no hay perdón para lo imperdonable.

¿Podrá la justicia peruana (que también fue objeto primordial del círculo de corrupción) funcionar como un 'tribunal de la verdad' y calmar la indignación nacional? Ése es un aspecto en el que Toledo debe caminar con cuidado, sin interferir políticamente con un complejo proceso judicial que debe manejarse con la más absoluta independencia, como el saliente Gobierno de transición manejó las últimas elecciones. Pero es evidente que de su resultado depende el éxito de su Gobierno. Dijimos más arriba que la situación que encara Toledo es difícil; nos quedamos cortos: es de extrema gravedad. El país está empantanado en una aguda recesión económica que ha generado un desempleo y una miseria masivos, haciendo de millones de peruanos meros sobrevivientes. Hay otras tareas también urgentes, pero atender esos males es lo primero.

La presumible inyección de dólares en préstamos internacional no bastará si no hay una decisión, al más alto nivel, para crear verdaderas fuentes de trabajo y un clima interno de estabilidad y de estímulo que las sustente y desarrolle. No basta producir riqueza: también hay que saber distribuirla. En su campaña, Toledo -un hombre que pasó de lustrabotas en su infancia a economista graduado en la Stanford University- jugó hábilmente la carta racial: la del cholo pobre que venció todas la adversidades y condicionamientos sociales. Pero no basta ser un cholo con claros rasgos indígenas que luchó hasta alcanzar el éxito; el Perú es un país multirracial, con blancos, indios, mestizos, negros y orientales, divididos además por lengua, cultura y enormes desigualdades sociales: están juntos, pero dándose las espaldas.

Toledo tiene que gobernar tratando de mantener un delicado equilibrio entre la defensa de la inmensa mayoría desamparada, pero sin enajenarse con los otros sectores, más acomodados y mejor educados, que tienen en sus manos las llaves de la reactivación económica. Esa tarea se dificulta porque hay un clima de desconfianza generalizado tras décadas de fallidos experimentos y fórmulas. Existe, sin embargo, un gran potencial precisamente en las clases más necesitadas, que han subsistido esos desastres con una tenacidad, ingenio e indoblegable fe en ellos mismos (pues no podían tenerla en otros). Los pobres han creado una riqueza subterránea y marginal que sigue siendo desaprovechada. El economista Hernando de Soto, autor del libro El misterio del capital, señala que esos mismos pobres del mundo han generado (mediante pequeños negocios e industrias informales, ahorrando en materiales de construcción ya que no en dinero devaluado, creando cooperativas, etc.) una suma total que calcula en 9 trillones de dólares, o sea, unas veinte veces más que la inversión extranjera en el llamado Tercer Mundo durante dos décadas. Hay allí un tremendo potencial retenido y cuyas compuertas deben abrirse, reintegrando esa economía arginal al centro de la economía nacional.

Fujimori y Montesinos acabaron con la poca institucionalidad estatal que había y dejaron que los intereses del Gobierno-hampa lo devorase todo. Tras esa devastación, quizá ésta sea la oportunidad para restaurar las instituciones fundamentales que permiten que un país se identifique con sus leyes y que sus pobladores prosperen y vivan con dignidad. Quizá las virtudes que reconocimos en el virrey Toledo -audacia y prudencia- sean las mismas que necesita hoy el preisdente Toledo.

José-Miguel Oviedo es profesor de literatura en la Universidad de Pensilvania

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