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Globalización y crecimiento económico

La globalización y sus efectos se han convertido en un objeto de debate cada vez más frecuente, en gran medida debido a la extensión y militancia de los movimientos surgidos en su contra. Entre otras cosas, éstos expresan una preocupación por las enormes y persistentes desigualdades en los niveles de renta per cápita observables entre países que es difícil no compartir. Pero se basan en una premisa que no sólo resulta innecesaria para la defensa de los objetivos de equidad que persiguen, sino que hasta donde sabemos, situándonos en el ámbito de la economía, posee pocos fundamentos teóricos y carece de evidencia favorable: que la globalización engendra desigualdad y pobreza.

Sorprende que algunos de los participantes en el debate apoyen esta afirmación, haciendo caso omiso no ya de las teorías económicas más extendidas, sino de los resultados de su contrastación empírica, mostrando así escaso aprecio por los esfuerzos de un buen número de economistas que desde el comienzo del decenio de 1970 se han preocupado por investigar las relaciones entre la apertura de los mercados de un país a la competencia internacional y los resultados obtenidos en términos de crecimiento de su PIB. En muchos casos, esta actitud revela simplemente la raíz ideológica de las posturas antiglobalización que se defienden. En otros, probablemente los menos, expresa el carácter de mal genérico que se pretende dar al proceso de globalización, expresión acabada del capitalismo, multifacético y complejo, al punto que resulta incluso difícil de definir.

Buscando, pues, contribuir a este debate, me propongo partir a continuación de una definición sencilla de globalización, que no satisfará a los amantes de lo esotérico y metafísico, pero que busca resaltar que no se trata de un proceso imparable, para resumir después lo que sabemos de las relaciones entre globalización y crecimiento económico y finalmente reivindicar el lugar adecuado de la lucha contra la pobreza.

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1. La globalización es imparable a largo plazo, pero moldeable a corto y medio plazo. La globalización económica puede ser definida como el proceso por el cual los mercados se liberalizan y hacen más internacionales; se integran, perdiendo sus características nacionales y locales, o, si se quiere, perdiendo muchas de sus restricciones geográficas. Detrás de este proceso hay fundamentalmente dos fuerzas. Una de raíz tecnológica, la reducción de los costes de los transportes y de las comunicaciones, que abarata el movimiento de mercancías, servicios, capitales, información y personas. Una segunda, hasta ahora la más importante, de orden estrictamente político, la opción de un número creciente de países por la apertura de sus fronteras a la competencia internacional, a los flujos comerciales, de servicios, de inversiones, de información y de personas con el resto del mundo, y por la paralela liberalización de sus mercados internos. Esta apertura de fronteras es resultado del fracaso de muchas experiencias de crecimiento autárquico e intervenido gubernamentalmente y de otros diversos factores, entre ellos la presión intensa y con frecuencia amenazadora de los países más desarrollados, y posee varias fechas emblemáticas: la creación de la Comunidad Económica Europea en 1958; el abandono de una política proteccionista por parte de Corea del Sur a comienzos del decenio de 1960; la crisis de la deuda que padecieron diversas economías latinoamericanas en 1982; la Ronda Uruguay del GATT, inaugurada en 1986, que atrajo a esta organización a buena parte de las economías latinoamericanas y a algunas africanas, y el proceso de liberalización de los mercados financieros internacionales iniciado a mediados del decenio de 1980. Pues bien, mientras la primera de las fuerzas mencionadas es irreversible y afirma el avance de la globalización en el largo plazo, la segunda no lo es. La apertura a la competencia internacional puede ser frenada, y de hecho ya lo fue en la primera mitad del siglo XX, no sólo en el periodo de guerras mundiales, sino también en el de entreguerras. Esto significa que no estamos ante algo que nos invade inexorablemente, sino ante algo que hemos elegido y sobre lo que podemos y debemos actuar responsablemente. Y que aún no ha concluido, pues quedan muchos mercados por liberalizar.

2. Aunque se carece de evidencia concluyente, y será siempre difícil disponer de ella, existen muchos indicios de que la apertura a la competencia exterior favorece el crecimiento económico y muy pocos en contra. Desde la perspectiva teórica más convencional, la apertura a la competencia internacional favorece la especialización de una economía en aquellos productos para los que posee una ventaja comparativa, haciendo más eficaz la asignación de los recursos, es decir, aumentando el producto obtenido con los factores disponibles. No obstante, en el marco actual de imperfecciones de los mercados, de existencia de economías de escala, de aprendizaje ligado a la experiencia laboral y de importancia radical de la investigación tecnológica y el capital humano, caben, teóricamente, estrategias de protección del mercado nacional que favorezcan el crecimiento. Pero no son fáciles de adoptar y sostener, porque suelen conducir a desequilibrios macroeconómicos internos y externos que hacen inviable su continuidad. Recuérdese que uno de los problemas de la estrategia sustitutiva de importaciones fue que abocaba con mucha frecuencia a déficit importantes en la balanza por cuenta corriente y a dificultades en el pago de la deuda externa.

¿Qué dice la evidencia empírica? En el decenio de 1970, Belassa, Krueguer, Bhagwaty, Michaely y algunos otros autores encontraron una relación negativa entre el nivel de protección de los países con respecto a la competencia exterior y el crecimiento real de su PIB. En cambio encontraron una relación positiva entre la propensión media a exportar (un indicador frecuente de apertura exterior) y el crecimiento real del PIB. En el decenio de 1990, el interés por este tema creció y los trabajos se multiplicaron, destacando los de Sachs y Warner, Frankel, Romer y Cyrus y Ben-David (una síntesis de muchos de ellos y una valoración de sus aspectos críticos puede encontrarse en el documento de trabajo de la OCDE elaborado por Robert E. Baldwin en el año 2000, página web www.oecd.org). Todos estos trabajos corroboran la relación positiva entre la apertura a la competencia exterior y el crecimiento económico, usando distintas medidas de apertura y diferentes muestras de países. Algunos resaltan además el efecto positivo de la apertura al mercado internacional sobre la convergencia en renta per cápita. No obstante, la evidencia no puede considerarse concluyente, debido a las deficiencias de las medidas de apertura a la competencia externa y a la falta de robustez de algunas estimaciones econométricas. El trabajo de Rodríguez y Roderik es importante desde esta perspectiva crítica. Las medidas de apertura sencillas no siempre ofrecen resultados positivos y frecuentemente se ven afectadas por un problema de causación inversa. Por ejemplo, la participación porcentual de las exportaciones en el PIB (propensión a exportar) influye en el crecimiento del PIB real, pero también resulta influido por él. Otras medidas que muestran una fuerte relación positiva con el crecimiento del PIB, como una reducida volatilidad cambiaria o la ausencia de un mercado negro para el cambio de la moneda nacional, no sólo son un reflejo del grado de apertura a las relaciones con el exterior, sino también de determinadas políticas monetarias y cambiarias. Esto conduce a pensar que la apertura a la competencia internacional favorece el crecimiento si además va acompañada de una firme política cambiaria, monetaria y de control de déficit público, lo que no es sino un argumento a favor de la globalización, porque la apertura de la economía a los intercambios internacionales acaba reclamando también la homogenización en las pautas de gestión macroeconómica más exigentes para desplegar todos sus efectos positivos.

3. La lucha contra la desigualdad y la pobreza ha de ser indisociable del proceso de globalización. La globalización no extiende la pobreza y la desigualdad en el mundo, pero sí las convierte en más perceptibles e insoportables. Precisamente porque la globalización favorece el crecimiento económico, resultaría inaceptable que no contribuyera a la equidad. Desde esta perspectiva, la protesta de los grupos antiglobalización tiene fundamento, y ha de ser recogida y transformada en políticas y prácticas internacionales. No se puede predicar la apertura de los mercados, la homogeneización de las políticas económicas, la cooperación internacional, la paz y el respeto a las instituciones internacionales sin al mismo tiempo poner en marcha medidas de desarrollo efectivas para los más pobres. La primera de ellas, la apertura completa de las fronteras de los países desarrollados a los productos de los países menos desarrollados. Sin compromisos internacionales se generará una creciente contestación social, que atraerá a muchos militantes que no pueden encontrar satisfacción para sus ideales de justicia, paz e igualdad en el plácido mundo desarrollado, amenazando los avances en la apertura exterior y en la competencia en los mercados. La globalización exige, pues, una lucha decidida contra la pobreza, por lo que se puede estar a favor de ambas, aunque eso duela a quienes en la antiglobalización descargan su rebeldía general contra el mundo y a quienes con ella han recuperado antiguas militancias juveniles y, con ello, nuevas ilusiones.

Rafael Myro es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.

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