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Columna
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Velocidad

La primera vez que conduje un coche en el extranjero fue en Canadá. Ya ha llovido desde entonces: reinaba Carolo. Alquilé un coche en el aeropuerto de Montreal, pues estaban suspendidos los vuelos, partí rumbo a la otra ciudad de Canadá a la que debía acudir, y con sólo un par de acelerones ya me había convertido en el rey de la carretera, el conductor más veloz de América.

Casi me daba risa ver a los canadienses conducir pisando huevos, pendientes como tontos de las limitaciones de velocidad que indicaban las señales de tráfico, mientras yo conducía a la española: lo que diera de sí el coche, más listo que nadie, pasando de todo, dando lecciones de poderío a cuantos adelantaba y dejaba lejos, humillados y hundidos en la miseria.

Así corrí unos cuantos kilómetros hasta que me crucé con un coche patrulla que me dio una ráfaga de luces y provocó que hiciera algo insólito que ni siquiera se me había ocurrido desde que partiera de Montreal: pensar. Y lo que pensé fue que en una de ésas me podía pegar una torta; que, si me pillaba la policía, lo más probable sería que acabara en el calabozo.

En Canadá se las gastaban así; no conducían a la española -a tumba abierta-, pero no por sólo convencimiento, sino haciendo de la necesidad virtud, pues a quien tuviera semejante tentación lo acababan cazando. Allí la vigilancia en las carreteras era intensa, y al infractor, además de caerle un multazo, a lo mejor lo llevaban detenido para que se fuera enterando de lo que vale un peine.

Y así de tranquila se veía la carretera: todos por la derecha, sin rebasar las millas máximas permitidas -solía ser 90 kilómetros por hora-, templando el volante mientras oían sosegadamente música country (no por nada, sino porque las radios únicamente emitían música country), y lo más sorprendente era que los automóviles llegaban a su destino. No como en España...

En las ciudades ocurría lo mismo: se respetaban las señales, saltarse un semáforo o rebasar los límites de velocidad se consideraba delito. No como en Madrid...

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El estricto cumplimiento de las normas, la limitación a rajatabla de la velocidad, la veteranía en la conducción han ocasionado que en otras grandes capitales europeas no haya tantos accidentes, ni se hayan convertido en habituales e impunes la prepotencia y el desenfreno de los conductores como en Madrid.

Las limitaciones de velocidad tienen en España muchos detractores. Los más graciosos son aquellos que lo consideran un atentado contra la libertad (ya es sabido que se da mucho confundir la velocidad con el tocino). Los más cándidos son aquellos que consideran idónea la velocidad que pueda alcanzar el coche de su propiedad. Ciertos conductores afirman que rebasan los límites de velocidad sin darse cuenta, pues su coche -una máquina exclusiva, un prodigio de la técnica-, apenas tocarle el acelerador, se catapulta. Y comentan que, si se le quitara la emoción de correr, conducir no merecería la pena.

La advertencia de la Dirección General de Tráfico de que retirará el permiso de conducir a quienes conduzcan a 180 kilómetros hora ha tranquilizado a bastantes conductores, aunque en otros ha producido gran frustración. Estos últimos no se ven siguiendo normas, y alguno me ha hecho la confidencia de que conducir pendiente de los límites de velocidad le produce estrés.

Luego están las prisas por llegar, pero uno tiene la impresión de que los excesos de velocidad tampoco sirven de nada. La experiencia canadiense me valió para reconocer que, de haber corrido a la española, no hubiera llegado antes. Hombre, sí, es obvio que en ir de un punto a otro a 180 kilómetros hora se tarda menos que yendo a 120. Ahora bien, si en ese trayecto se ha de reducir la velocidad -por obras, atascos o cualquier otro imponderable-, la media de velocidad se iguala a la de los coches que van más lentos. Un ejemplo: si voy de Madrid a Sevilla procurando no bajar de 180 kilómetros por hora y mi compadre hace el mismo trayecto no pasando de 120, seguramente llegaremos al tiempo; o, a lo sumo, cuando aparezca mi compadre yo ya habré bajado del coche y me encontrará sacando la maleta del maletero. ¡Oh, qué heroicidad!

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