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Columna
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El rescatador de mamarrachos

Quedar para comer con el pintor Mati Klarwein (Hamburgo, 1932) significa codearse, durante unas horas, con algunas de las más curiosas páginas del arte del siglo XX. Fue alumno de Fernand Léger en París, siendo apenas un adolescente; Andy Warhol lo cita elogiosamente en sus Diarios; ilustró míticas portadas de discos míticos (como Abraxas, de Santana), y Salvador Dalí, en su época neoyorquina, le llamaba por teléfono (ring, ring, 'bonjour, c'est le Divin...') para preguntarle si 'había algo nuevo'. Con esta fórmula, el Divino quería saber si Mati Klarwein podía proporcionarle nuevas jovencitas para sus cochinadas ('je ne suis pas une machine à coudre', acostumbraba a decirle Dalí para justificar sus costumbres sexuales. 'Non, vous êtes plûtot un shacker', le respondía invariablemente Klarwein.)

Mati Klarwein expone estos días en Barcelona sus cuadros 'reciclados'. El arte del camuflaje es lo suyo

'Yo soy un pobre emigranteee...', canturrea cuando le pregunto por el aparente galimatías de sus ancestros, nacionalidad y lengua materna. Mati Klarwein es hijo de un arquitecto judío ruso y de una cantante de ópera alemana. Al año de nacer, su padre decidió que Alemania no era un buen lugar para una familia judía y se instalaron en Palestina. A los 15 años ingresó en el recién creado ejército de Israel y gracias a sus dotes con el pincel no tuvo que pegar un tiro. Fue destinado a los servicios de camuflaje: pintaba tanques de cartón piedra como si fuesen reales y los tanques auténticos como arbustos. A los 19 años decidió que Israel no era un buen lugar para un joven artista y se marchó a París, donde estudió con Léger y descubrió España a través de los brazos de una mujer madura, una andaluza agitanada y antifranquista que posaba en las academias de pintura.

Tras varias décadas con un pasaporte de apátrida proporcionado por la ONU, recibió la nacionalidad francesa en los años sesenta, por intercesión de madame Malraux. Lógicamente, vive en Deià (Mallorca) desde hace muchos años, el tiempo suficiente para ver cómo aquel pueblecito de agricultores y pescadores se ha transformado en algo parecido a Andorra. 'Cuando yo llegué a Deià había 20 pintores y una fonda; ahora hay 30 restaurantes y ninguna galería de arte'.

Lo que le trae a Barcelona estos días es una exposición en la galería Ferran Cano (plaza de los Àngels, 4, hasta finales de junio), donde ha colgado una sorprendente colección de 'cuadros reciclados'. Esto es, cuadros comprados en rastros y mercadillos del bajo Manhattan, Barcelona y Palma de Mallorca -'la condición es que estén mal pintados pero que tengan algo original'- y que él luego enriquece intentando entrar en sintonía con el estilo y la paleta del autor del mamarracho. 'Es lo mismo que hacía en mis años de soldado: camuflar; ahora camuflo obra mala como obra buena'. Entre estas obras camufladas hay de todo, desde un paisaje marino con piratas incluidos, comprado por cien pesetas a un yonqui de la plaza Reial, hasta una litografía de Tàpies que le regaló una amiga que no sabía qué hacer con aquél manchurrón. Klarwein, que se la sabe muy larga, ha intervenido el tàpies sin tocar el original, superponiéndole un cristal. 'Si Tàpies reclama, que venga él a quitar el cristal; le devolveré su litografía con mucho gusto'.

Sí, todo esto está muy bien, pero ¿qué hay de los auténticos y genuinos klarweins de infinitas y minuciosas pinceladas, esos klarweins elaborados con la paciencia de un monje medieval y la mente de un pintor visionario? 'De ésos sólo puedo hacer tres o cuatro al año', explica el artista. 'Los cuadros reciclados me sirven como entretenimiento para la mente, como ejercicio. Aparte de que los primeros, por su precio, sólo pueden comprarlos gente muy rica, y los otros los vendo a precios populares. Digamos que lo que se paga en los primeros es el tiempo que invierto en ellos, el trabajo de artesano; en los segundos, lo que se paga es el concepto'.

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Desde que se publicó un libro sobre el movimiento pictórico psicodélico, el nombre de Mati Klarwein está íntimamente asociado a esta corriente. Él, particularmente, opina que cualquier buen cuadro es psicodélico en sí, en el sentido de que la buena pintura ayuda a quien la contempla a ensanchar su mente, pero reconoce que su inclusión en aquel libro fue decisiva a la hora de consolidar su firma. 'Siempre he ido en contra de las corrientes del momento. Cuando llegué a París, los jóvenes de mi edad cultivaban el surrealismo; a mí me interesó más la pintura del Renacimiento. En los cincuenta fue la eclosión del arte abstracto; a mí me parecía algo antiguo, porque me recordaba el tipo de pintura que le había gustado a mi padre cuando yo era niño. En los años sesenta parece ser que no fui lo suficiente pop... Incluso estuve a punto de ser eliminado del libro de pintores psicodélicos, porque cuando los autores vinieron a entrevistarme y me preguntaron qué droga tomaba para pintar les dije que no tomaba ni café, para que no me temblara la mano. Antes de que se marcharan, muy decepcionados, se me ocurrió decirles que todas mis ideas artísticas, eso sí, procedían del consumo desaforado de ácido. Entonces se pusieron muy contentos y me preguntaron si podía darles direcciones de otros artistas psicodélicos. Por supuesto que sí. Les di los teléfonos de mis amigos y antes les llamé yo para avisarles. Todos se confesaron adictos al LSD y así salió el famoso libro. ¡Así se escribe la historia del arte moderno!'.

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