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EJECUCIÓN FEDERAL

La ejecución de McVeigh se retrasó por problemas en su retransmisión

El condenado leyó un poema antes de morir

El rito de la muerte legal comenzó pasadas las seis de la mañana, cuando se abrió la puerta de la celda donde Timothy McVeigh pasó su última noche y el alcaide Harvey Lappin le explicó 'de forma coloquial', durante media hora, cuál sería el proceso a partir de entonces. En ese momento, fuera descargaba una fugaz tormenta. McVeigh había logrado dormir algún rato, según el alcaide. Pasó el resto del tiempo viendo la televisión y, a las cinco de la madrugada, despidiéndose de sus abogados a través de un cristal.

'No logramos que dijera una palabra de arrepentimiento, pero eso reduce el horror de la ejecución', dijo Rob Nigh, jefe del equipo jurídico. McVeigh entró por su pie en la sala y se tumbó en la camilla. Vestía camiseta blanca, pantalón y zapatillas. 'Cooperó en todos los detalles', explicó el alcaide.

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Sonó el teléfono rojo que comunicaba con el Departamento de Justicia y Lappin recibió autorización para proceder con la sentencia. La aguja de un catéter negro conectado con una habitación contigua, desde la que se inyectó el cóctel letal, le fue insertada en una vena de la pierna izquierda. Eran las 7.02. En ese momento se le comunicó a McVeigh que había problemas con la retransmisión televisada a Oklahoma City y que habría que esperar un poco. El reo no hizo comentarios. En la sala sólo se escuchaba la voz de un técnico: 'Uno, dos, probando; uno, dos, probando'. A las 7.06 se estableció por fin la conexión con la sala de Oklahoma donde se congregaban 232 supervivientes y familiares de víctimas. 'Podemos seguir', dijo el alcaide.

Un funcionario descorrió las cortinas de las habitaciones de los testigos y éstos pudieron verle al fin, muy delgado y muy pálido, con la cabeza casi rapada, los labios apretados y los ojos muy abiertos. McVeigh, tumbado, alzó la cabeza para reconocer a los presentes. Miró primero a su izquierda, donde estaban sus testigos: dos abogados, uno de los coautores del libro Terrorista americano y una mujer de Oklahoma que formó un grupo de investigación del atentado. Hizo un levísimo gesto que fue interpretado como 'de conformidad' o 'como queriendo decir que estaba bien'.

Luego miró, uno a uno y a los ojos, a los 10 periodistas locales que tenía enfrente, a medio metro de sus pies, tras un cristal. 'Movió un poco la cabeza, como asintiendo', explicó uno de ellos. Por último, desvió un instante la cabeza hacia su izquierda, donde, tras un cristal oscuro, invisibles para él, le observaban 10 víctimas del atentado y apoyó de nuevo la nuca sobre la camilla para fijar la mirada en el techo, donde estaba la cámara. McVeigh ya no apartó los ojos de la cámara. El alcaide le preguntó si quería decir unas palabras. No hubo respuesta alguna.

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Antes de ordenar la ejecución de la sentencia, el alcaide leyó a McVeigh los cargos por los que fue condenado en el juicio de Denver (Colorado). A las 7.10 recibió la primera inyección, un calmante. Su cuerpo se relajó y sus pies se separaron. Un minuto después, le fue inyectada la segunda droga, que le cortó la respiración. 'Sus carrillos se hincharon unos segundos, como conteniendo aire, y exhaló un suspiro. Su pecho y su estómago se agitaron', explicó uno de los periodistas presentes en la ejecución.

Momento de la muerte El alcaide permanecía junto a la camilla, con los brazos cruzados. 'En esos instantes sólo pensaba en las 168 víctimas mortales y en todas las demás personas cuya vida fue destrozada por el atentado', indicó Lappin. A las 7.13 penetró en sus venas la tercera droga, que le detuvo el corazón. 'Fue imposible percibir el momento de la muerte; sus ojos seguían abiertos y quizá hubo algún parpadeo, pero fue casi imperceptible. El proceso del fallecimiento', relató uno de los testigos, 'sólo se reflejó en la respiración, en las pupilas, que fueron volviéndose acuosas, sin brillo, y en la piel y los labios, que pasaron de la palidez a un tono amarillento'. A las 7.14 el alcaide le declaró muerto y dijo la frase reglamentaria: 'Ha sido cumplida la sentencia'. Las cortinas se corrieron de nuevo y el pabellón fue desalojado. El cadáver quedó bajo vigilancia, a la espera de que se hicieran cargo de él sus abogados. McVeigh será incinerado. El destino de sus cenizas permanece en secreto. 'Me pareció que moría con orgullo, como si la ejecución fuera el acto final de su plan', opinó un testigo. 'Esperaba encontrarme con un soldado, pero sólo vi a un hombre que iba a morir, sereno, tal vez con un poco de miedo', señaló otro. Más comentarios, más o menos extravagantes, de los testigos de la prensa: 'El ambiente era muy neutro, parecido al de la sala donde uno ve por primera vez, a través de un cristal, a un hijo recién nacido'; 'no diría que fue un momento de paz, pero sí vacío, carente de emoción'; 'todo fue muy rápido y sin dolor'; 'no hay diferencia entre la inyección letal y la silla eléctrica, el reo no sufre con ninguno de los dos sistemas'. Rob Nigh, el jefe de los abogados de McVeigh, se reunió poco después con los periodistas congregados a las puertas de la penitenciaría federal de Terre Haute. 'Existe en este país un movimiento creciente para acabar otra vez, como en 1972, con la pena de muerte. Por desgracia, ese momento, que espero que veamos pronto, no ha llegado a tiempo para salvar la vida de Tim McVeigh', comenzó diciendo.

El abogado recordó que el FBI había fallado gravemente al ocultar documentos al tribunal y al jurado, lo que 'demuestra que somos falibles, somos humanos, y no podemos permitirnos acabar con la vida de un semejante'. Nigh reveló que, en sus horas finales, incluso un libertario de ultraderecha y con instintos racistas como McVeigh 'tomó consciencia de que la pena de muerte se aplica con prejuicios raciales'. 'De las 20 personas que acompañaban a Tim en el corredor de la muerte, 18 pertenecen a minorías étnicas. Matamos', afirmó el abogado, 'a gente que consideramos distinta e inferior'.

Un poema de Henley Timothy McVeigh murió a los 33 años. Rechazó la compañía de sacerdotes y toda asistencia espiritual. No perdió la convicción de que en el futuro no se le consideraría un asesino, 'sino un patriota que luchó contra la creciente tiranía del Gobierno'. Para explicar su estado de ánimo, dejó el poema de Henley: 'De la noche que me cubre, negra como el pozo de un polo a otro, doy gracias a los dioses, sean cuales sean, por mi alma inconquistable. En la garra de las circunstancias no he parpadeado ni he gritado. (...) Mi cabeza está ensangrentada, pero firme. Más allá de este lugar de ira y lágrimas no se vislumbra más que el horror de la sombra. (...) Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma'.

Los activistas contrarios a la pena capital portan un <i>tío Sam</i> que dice: "Paradme antes de que mate otra vez".
Los activistas contrarios a la pena capital portan un tío Sam que dice: "Paradme antes de que mate otra vez".AFP

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