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Historia, lenguas y flojera

Han transcurrido ya casi dos semanas desde que, en el acto de entrega del 25º Premio Cervantes, el Gobierno puso en boca del Rey esas frases tan categóricas como poco felices: 'Nunca fue la nuestra una lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano'. El plazo ha resultado suficiente para que historiadores, periodistas y ciudadanos de a pie hayan expuesto en los medios de comunicación decenas de referencias normativas y de experiencias vividas que desmienten de arriba abajo la tesis del discurso regio, desde las reales cédulas e instrucciones dieciochescas hasta las imperativas consignas -'háblese la lengua del Imperio', 'si eres español, habla español'- y los castigos escolares de la última posguerra civil. En el ámbito de la erudición histórica, pues, el debate está zanjado.

No así en el terreno político ni en el del uso político de la historia. Es este último un reproche que el discurso ideológico hoy dominante en España suele hacer a los nacionalismos periféricos: el de fabricarse una historia a la carta, el de manipular el pasado al servicio de los intereses del presente, el de instalarse en una autocomplacencia mitificadora de los tiempos pretéritos y carecer, con respecto a éstos, de sentido crítico alguno... Y sí, no digo que no haya, en las conmemoraciones oficiales y en los relatos escolares hoy vigentes en Euskadi, Cataluña, Galicia u otras comunidades, casos de grotesco presentismo o de extrema beatería retrospectiva. Sin embargo, ello es peccata minuta si lo comparamos con cuanto laboran en esta materia los órganos culturales y educativos del Gobierno central a golpe de premios, magnas exposiciones y libros programáticos de la Real Academia del ramo. El profesor Santos Juliá lo denunciaba aquí mismo el otro día (Reinventar la historia, EL PAÍS, 29 de abril), y quien busque un desarrollo riguroso del tema lo hallará en el excelente volumen de Juan Sisinio Pérez Garzón, La gestión de la memoria. La historia de España al servicio del poder (Barcelona, Editorial Crítica, 2000).

El fenómeno, que es tan viejo como el Estado español contemporáneo, ha experimentado una previsible recrudescencia bajo la égida del Partido Popular, el cual no dudó, el pasado día 23, en utilizar torpemente la figura del Rey como altavoz que diese credibilidad y prestigio a una teoría aberrante: la de que el idioma castellano se expandió por una península y varios continentes de un modo idílico gracias a un portento de seducción lingüística único en los anales de la humanidad, sin coacciones legales ni físicas, sin merma o destrucción de otras lenguas ni aculturación de comunidades enteras; si algunas de éstas -los pueblos indígenas mexicanos o guatemaltecos, por ejemplo- se quejan aún hoy, será de puro vicio... Después de esto, y a la espera de escuchar cualquier día que Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro y los demás conquistadores trabajaban para una ONG avant la lettre llamada Imperio Español, creo que es pertinente preguntarse dónde quedan esas demandas de rigor histórico, esas exigencias de autocrítica con el propio pasado que el oficialismo intelectual hispano plantea tan a menudo... a los demás.

Y luego están las reacciones abiertamente políticas que las palabras pronunciadas por don Juan Carlos han suscitado: la oportunidad que el PSOE desaprovechó para desmarcarse de la derecha y hacer entre sus votantes pedagogía de la pluralidad identitaria; sobre todo, la réplica chulesca de José María Aznar al atribuir las protestas por el discurso a 'una flojera bastante clara' de los partidos nacionalistas periféricos. ¿Acaso la falta de respeto a la verdad histórica y a las lenguas catalana, vasca o gallega es cosa que sólo concierne a un partido, o a un sector político, en este caso 'los nacionalistas'? ¿No es un flagrante contrasentido acusar a éstos de la patrimonialización de los signos de identidad colectivos, y luego menospreciar tales signos como si fuesen sólo los de una capillita hipersensible, los de una secta que flojea?

Se dirá que el desliz inducido del Rey y el grosero desdén de Aznar no tienen mayor importancia. Sí la tienen, porque son otros tantos peldaños por donde asciende la marea neounitarista que nos está inundando, y cuanto más ancha es la escalera, más numerosos son los que la transitan a placer, sin complejos ni escrúpulos; desde el secretario de Estado de Administración Territorial -que aprovechó la resaca del Cervantes para sentenciar que ni Estado plurinacional, ni nación de naciones, ni zarandajas: España es una nación, y punto-, hasta ese juez de Santa Coloma de Farners -Juan Ramón Mayo, se llama- que ha prohibido el uso del catalán en el Registro Civil amparándose en una ley de 1957; el hombre ha olido de dónde sopla el viento, y estará a la espera de una promoción. O -salvadas las distancias que separan el sainete del drama- el antropólogo vasco exiliado Mikel Azurmendi, quien declaró el sábado en San Sebastián que no piensa hablar nunca más en euskera porque 'el euskera es la única lengua del mundo en la que se mata'. He aquí un diagnóstico optimista y una culpabilización forzada.

Sucede, en fin, que la derecha españolista está pletórica, enamorada de sí misma, ebria de mayoría absoluta, y se siente capaz de todo, ya sea de derrotar a la naturaleza (el Plan Hidrológico acabará con las dos Españas, la seca y la húmeda...), ya de volver la historia del revés. El ministro portavoz, Pío Cabanillas, predijo recientemente que, tras 10 años de gestión del PP, los españoles 'no nos vamos a conocer', y yo recordé dos frases afines: la de Hitler ('dadme 12 años, y no reconoceréis a Alemania') y la de Alfonso Guerra ('a España no la va a conocer ni la madre que la parió'). Más adelante fue el mismísimo Aznar quien advirtió que 'lo mejor de la historia de España y de la del PP está aún por escribir', y todavía no me he recuperado del susto.

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Joan B. Culla es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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