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LA CRÓNICA
Columna
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Postal de Italia

Empiezo a escribir esta postal, amigos, desde una autostrada italiana, concretamente desde la estación de servicio de S. Cristoforo, a unos 50 kilómetros de Génova. Nuestro Seat acaba de tener un pequeño incidente (léanlo a la italiana: como si la c fuera ch) con un camión portugués. Nada grave, por fortuna, aunque habrá que dejarlo aquí. Nuestro regreso está en manos del RACC (sustituto moderno de la divina providencia). El poliziotto que realiza el atestado parece un mariscal: gorra de plato, nariz griega, sonrisa blanca y oblicua, elegante guerrera, altas botas negras. Se lo toma con filosofia: llevamos ya casi una hora rellenando papeles. Mientras el portugués, un joven de ojos inocentes, escribe su declaración, nuestro maresciallo diserta sobre España. Ha estado en Benidorm y me recrimina la fealdad de los altos edificios que se acumulan en la playa. Ante mí, veo pasar coches a gran velocidad. Pienso en la semana que he pasado en Italia. A pesar de las complicaciones que el día ha producido y va a seguir produciendo (¿cómo y cuándo llegaremos a casa?), siento ya nostalgia del país que hoy debía abandonar. Creo que si Italia me gusta tanto es porque no es mía. No soy hijo de Italia (ni he sido adoptado por ella) como lo soy de Cataluña. Los amores y los odios, los resentimientos y las angustias, los deseos y frustraciones que concita una patria no son extirpables. Una patria es como la familia: aunque nunca veas a tus hermanos, no puedes despegarte de ellos. Quieras o no, estarán siempre ahí, para lo bueno y lo malo. Es fácil, en cambio, enamorarse de otros países, con los que puedes mantener la cómoda vinculación de un ligue. Sin compromisos, sin recriminaciones, por puro placer, yo paseo hechizado por Italia. Si fuera italiano, sus defectos me irritarían o deprimirían. No siéndolo, apenas los detecto. El tránsito caótico, el griterío social, la politiquería, la fabulosa lentitud de este policía no me ruborizan. En Italia todo me encanta: la comida, el arte, el paisaje. Mantengo con la lengua, especialmente, una devoción fervorosa. Sé que nunca podré intimar con ella como con mi lengua madre o mi lengua hermana, y es precisamente esta falta de intimidad lo que la hace a mis oídos tan musical y atractiva. El otro día, sin ir más lejos, estábamos cenando en un pequeño restaurante a las afueras de Urbino (cuna del primer Renacimiento que surge entre puntiagudas colinas muy cerca del Adriático) y el propietario, un tipo estupendo, trajeado y sonriente, disertó con gran soltura retórica sobre cada plato. Ninguno de nuestros cocineros, incluso los de más prestigio, me ha parecido jamás tan expresivo y refinado como este brillante cuoco de provincias. Parecía un fabuloso avvocato discurseando ante un tribunal pasmado.

Nada hay, en efecto, más placentero y descansado que viajar por un país en el que, como sucede en Italia, todo huele a perfume conocido sin llegar ser propiamente un olor de familia. Todo lo reconoces, nada te implica. Puedes disfrutar de las calles sin que te ofenda el típico incivismo latino (la suciedad, las pintadas, los infinitos perros meando contra las columnas). Puedes embobarte ante el paisaje sin sufrir por las tremendas agresiones que la especulación incesante procura. O, leyendo magníficos diarios como La Stampa o La Repubblica, puedes gozar de la política como si se tratara de un espectáculo con viejos zorros (¡Andreotti ha regresado, pasados los 80 años!) y corbateados leones (más que el nuevo líder de la izquierda, Rutelli parece un galán de rizos neoclásicos dispuesto a reverdecer los caducos laureles de Cinecittà).

El maresciallo escolta nuestro vacilante coche hasta Savona, la ciudad más cercana. Mis acompañantes no pueden prescindir de un consolador plato de pasta, pero yo estoy demasido nervioso para comer y custodio el vehículo mientras espero al mecánico junto a un parque y una monumental fortaleza que cuelga sobre el mar. Después de observar el trapicheo de unos desvencijados vendedores de droga (una mujer sin dientes, devastada, y un chico muy sucio y flaco), me enfrasco en la lectura de uno de los libros que he comprado en Bolonia, Il giardino dei Finzi-Contini, una de tantas obras imprescindibles que constaba en mi cuenta negativa de lector. Estuvimos precisamente en Ferrara, la ciudad de Bassani. Allí, más que las imponentes torres del Castello Estense (en el que transcurrieron los años finales de la célebre comehombres Lucrecia Borgia, reconvertida en esposa apacible y fiel), me impresionaron las callejuelas rectas y pulcras del casco antiguo. Calles débilmente iluminadas, cubiertas todavía por los viejos adoquines que los alcaldes catalanes aborrecen; calles de casas silenciosas, con las puertas pintadas de verde oscuro y elegantes pomos dorados. Pensando en las primeras páginas de la novela de Bassani y recordando su célebre poema Rolls Royce, evoqué los judíos ricos y distantes que acabaron atrapados por la terrible sombra nazifascista. Evoqué, asimismo, la figura de este autor pausado. Regresó a estas calles, las de su infancia, para reconstruir la impensable tragedia a través del cristal de un joven enamorado. Disuelto en este azúcar, el horror puede parecer menos apocalíptico: es más doloroso.

El mecánico resulta ser un tipo desagradable. En el extrarradio de Savona, en un día plomizo y ventoso, arrastrando las maletas, pasamos horas de tedio y zozobra. En taxi llegamos a Génova, donde, a instancias del RACC, conseguimos un coche de alquiler. Nuestro nuevo Fiat se interna en la autostrada, y en este preciso instante aparece el sol. Aparece para dormirse, con fastuosa pereza, entre las sábanas rojas del mar de Génova. Este final del día le parece metafórico a uno de mis acompañantes. Es poeta. Habla, mientras la noche empieza a cubrirnos, de la incierta gloria de un día de abril.

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