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Columna
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Inmunizados

Una vez más, los responsables de tráfico se plantean si hay que ser duros o blandos en la campaña contra los accidentes. Una vez más, resulta fácil criticar lo que dicen ante el trágico fenómeno de cuatro mil muertos al año y muchos más lesionados de gravedad. La cifra anual varía casi al azar, pero se empeñan en asociarla con la eficacia de los anuncios. Adoptan la seriedad del científico trasnochado, se abarrotan de estadísticas y deciden todos los años sobre la bondad o la maldad del hombre, si es mejor recurrir a sus buenos sentimientos o resulta más eficaz golpearlos con la crudeza de la sangre y la tragedia. Casi siempre se deciden por esto último, demostrando así su pesimismo sobre la naturaleza humana. Como si fueran los nuevos filósofos del veintiuno, se plantean una vez más a Rousseau frente a Hobbes y, según parece, se deciden casi siempre por este último. La letra con sangre entra, decía el antiguo refrán, aunque ahora se justifica con flojas psicologías del aprendizaje.

Lo único cierto es que las campañas demuestran una y otra vez su ineficacia para prevenir, aunque resultan útiles para justificar que algo se hace aunque sirva para poca cosa. Pero este año han ido un poco más lejos, y en el ritual de presentación de la campaña ante los medios nos han vacunado contra ella misma. Según explicaron a lo largo de todos los informativos de las distintas televisiones, los anuncios que se van a lanzar son una reconstrucción milimétrica de lo que ocurriría si se produjese el accidente de tráfico en la realidad. Ya estamos inoculados contra ellos, ya sabemos que no son reales, que son una simulación de lo que podría ocurrir pero no ha ocurrido. Nos destruyen su realidad antes de iniciar la campaña.

A lo largo del año, los telediarios nos muestran todo tipo de hierros retorcidos, zapatos ensangrentados, restos humanos en la carretera, ambulancias y demás imágenes de una realidad desgraciadamente cotidiana. Y, sin embargo, todo sigue igual. Pero tráfico, unos días antes de vacaciones, nos ofrece una publicidad ambientada en la tragedia, advirtiendo que son reconstrucciones ficticias de lo que podría pasarnos. Nos facilitan la réplica antes de iniciar el argumento. Un sobresaliente en teoría de la comunicación.

Mientras conducimos, nos prohíben fumar, beber, comer mucho, hablar por teléfono, escuchar música alta, ir sin cinturón de seguridad, estar demasiadas horas al volante y alguna cosa más que seguro se me olvida. ¿Se han fijado ustedes cómo conducen los taxistas? Muchas horas de trabajo, teléfonos móviles, micrófono de la emisora, taxímetro, radio para entretenerse, un nuevo aparato de localización y cobro automático, sin cinturón para poder trabajar y, encima, atendiendo al cliente. Pues resulta que son, en términos generales, los que menos accidentes tienen. ¿Por qué no estudian a este raro y ejemplar conductor modélico?

Savater, en otro contexto, recomienda contagiar como procedimiento educativo. Personalmente prefiero el término imitar, que resulta menos enfermizo y parece más controlable. Campañas de imitación del taxista es lo que necesitamos, en lugar de inmunizarnos contra los próximos anuncios de tráfico.

jseoane@netaserv.com

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