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Columna
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Sobre el cofre del muerto

El nuestro es un país de poca memoria. Y aun con la poca que nos queda hacemos lo imposible por distorsionarla, mancharla, envilecerla. Lo hacen algunos y otros callan, de modo que otorgan. Hablo del Lliure y de la Ciutat del Teatre, por supuesto. ¿Cuándo leeremos -y digo leer porque es en la escritura donde mejor se aprecia el paño de la argumentación- las opiniones de los altos responsables de la política? Pienso en Pasqual Maragall, que realizó el encargo y desató la ventisca. En Joan Clos, que ha estado mareando la perdiz en connivencia (o no) con Ferran Mascarell, personaje clave de las intrigas culturales de nuestra ciudad bajo cuyo mandato, primero desde el ICUB y luego como concejal de Cultura, el teatro municipal se ha descolgado de los primeros puestos. Pienso en Jordi Vilajoana, consejero de Cultura, otro de los jugadores en esta partida del mentiroso en el que los dados son las cabezas de unos cuantos profesionales de la escena agitados en el cubilete del nuevo Lliure, el flamante edificio del Palau de l'Agricultura. Una partida jaleada por sectores de la profesión cuyo punto de mira está indiscutiblemente guiado bien por un resentimiento estúpido, bien por intereses ferozmente personales.

Vayamos sólo cinco años atrás. Entonces se dibujaba, en un horizonte no lejano, un nuevo panorama teatral esperanzador. Parecía entonces que iba a cerrarse ese ciclo que se había iniciado en la lejana década de 1960, desde el teatro independiente, y que había ido conquistando, para los ciudadanos, para los profesionales del teatro y para la cultura ciudadana, terrenos sólidos desecados de los pantanos de la nada. Algo, de hecho, cercano al sueño de Fausto que al fin le hace alcanzar ese instante de felicidad que ha buscado, de la mano de Goethe y Mefisto, a lo largo de miles de versos. Un recorrido cuyo primer gran hito, según las crónicas, fue la fundación del Teatre Lliure por un grupo de jóvenes entusiastas. Luego vinieron otros: Flotats en el Poliorama, el Centre Dramàtic en el Romea, el Mercat de les Flors como ventana al mundo.

Yo no estuve allí. Tengo poco que ver con el Lliure y con los tiempos heroicos del teatro catalán. Por afinidad, me siento más próximo a la siguiente generación, a la que surgió de las salas alternativas. Pero siempre he defendido también un teatro intergeneracional, y la lógica del paso del tiempo hace que unas generaciones sucedan a las otras. Qué hermoso que la generación que ha construido partiendo casi de cero el entero panorama teatral de nuestra ciudad culminara su ciclo con una Ciutat del Teatre abierta, plural, democrática, viva. Una Ciutat del Teatre en diálogo con un Teatro Nacional de Catalunya, diálogo que habría de ser referente ineludible no sólo para el teatro catalán y español, sino también para el teatro europeo (¡por fin Europa!). Al Lliure, además, lo hemos visto siempre (y hablo con un plural generacional) como el máximo representante de la más alta cultura escénica de nuestra ciudad. La aristocracia, como decían algunos.

Alta cultura, ponderada, seria. Eso es sin duda lo que se desprendía del proyecto de Lluís Pasqual respecto a la Ciutat del Teatre. Cualquiera que, sin partidismos interesados, se tomara la molestia, en noviembre de 1999, de leer el proyecto diseñado por él no pudo sacar, al margen de cualquier matización posible, conclusiones en otro sentido. Bastaría, además, compararlo con los papeles emanados desde la oficina que elaboró el proyecto para la capitalidad cultural de Barcelona 2001 para darse cuenta de la diferencia entre reflexión y propaganda. O compararlo con ese otro acontecimiento que se nos echa encima, el Fòrum 2004.

Tras más de un cuarto de siglo de esfuerzos continuados, era lógico que la mejor Barcelona -pienso en sus ciudadanos- pudiera regalarse con una Ciutat del Teatre que fuera espejo de sus más altas aspiraciones. No por previsible fue menos doloroso que el proyecto de la Ciutat del Teatre, que venía lastrado con los dimes y diretes que han empañado en los últimos años la realidad teatral de nuestra ciudad (entre los que es necesario destacar la defenestración de Flotats, otra intriga de la que sentirse institucionalmente orgullosos), abriera la crisis que ahora continúa y se agrava y en la que la dimisión de Josep Montanyès es sólo un paso más. Otro paso hacia la peor de las alternativas posibles.

¿Hacia dónde nos lleva? Si miramos cómo está siendo la gestión en el TNC y en el Mercat, los únicos teatros públicos hoy en activo, podemos tener un vislumbre del futuro que nos espera si no se pone remedio a la última crisis. El panorama futuro que ahora se dibuja es una caricatura de aquel ya lejano espejismo de hace sólo cinco años: teatros públicos débiles, guiados por el principio de repartir la sopa boba y no por el de pilotar el avance cultural del país; teatros públicos rodeados por teatros privados que presionan a los políticos; y unos teatros alternativos (el recambio futuro) que naufragan abandonados al oleaje.

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Puedo incluso no sentirme solidario con los individuos que han dirigido el Lliure desde la muerte de Fabià Puigserver. Pero sí me siento solidario con los principios que los animan. En cambio, siento una profunda aversión frente a las maniobras no tanto de las instituciones cuanto de cierto politiqueo, y eso fundamentalmente porque no entiendo lo que persigue o, mejor dicho, cuál es el beneficio que reporta, que nos reporta. Lo cierto es que ha habido una nueva dimisión o, como quien dice, ha salido disparado otro dado del cubilete del Lliure para saltar al vacío desde el borde de la mesa de juego. Ahora debería haber más dimisiones, pero esta vez entre los jugadores que, además de jugar al mentiroso, juegan mal, hacen trampas y se enzarzan en peleas como los piratas de La isla del tesoro. Nunca ha sido tan oportuno como en esta ocasión el famoso estribillo: 'Quince hombres sobre el cofre del muerto, ¡ah ja jay!, y un gran frasco de ron'.

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