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Columna
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La sombra de la muerte

El 18 de julio de 2000 murió en Ginebra el poeta José Ángel Valente. Al día siguiente, todos los periódicos daban la noticia y un amigo escritor me llamó por teléfono para darme su pésame. Yo estaba triste y sin ganas de hablar, pero agradecí la sensibilidad de su gesto: él sabía cuánto admiraba yo a Valente y cómo amo su obra.

Recordamos la última aparición pública del poeta, en Madrid, hacía pocas semanas. Valente estaba ya muy enfermo o, si se me permite, lo bastante sano ya para esta vida. Se le notaba, físicamente. En aquella ocasión los periódicos mostraron la imagen, muy desmejorada en apariencia, de un hombre a punto de morir: estaba muy delgado, como si fuera apenas la sombra de sí mismo o, si se me permite, como si sólo quedara ya su luz. Mi amigo se refirió a aquellas fotos de los periódicos y dijo algo que me indignó: 'No sé cómo ha permitido que le hagan fotos estando así, sería mejor recordarle con una imagen más digna'. Pero no tuve ganas de responder.

Ahora, en la Fundación Telefónica de la calle de Fuencarral, bajo el título José Ángel Valente. Para siempre: la sombra, se exponen las fotos que Manuel Falces realizó en colaboración con el poeta. Habían hecho antes varios viajes juntos y habían trabajado en un par de libros. Valente escribía sobre las instantáneas de Falces. Las últimas, cuando ya apenas podía moverse; mover su cuerpo, quiero decir. Miraba las fotos, solo, en su casa de Almería, las seleccionaba y escribía sobre ellas sabiendo ya su muerte, conociendo la inminencia de la transformación de su organismo, de la mudanza abismal de su espíritu. El fotógrafo dice que Valente trabajó hasta el final y que, al irse a Ginebra, le pidió que no dejara el proyecto. Es casi probable que supiera que él ya no iba a volver.

Entre esas últimas fotos que barajó, había dos en las que Valente aparece en pijama y batín, difuso aunque visiblemente enfermo o convaleciente, en un hospital. Valente no las retiró. Representan la imagen misma de la verdad, de la coherencia, de la lucidez, de la muerte. La viva imagen de la dignidad. Al verlas, recordé las palabras de mi amigo escritor.

En una de ellas, Valente está de pie, ocupando el centro de una perspectiva que acompaña a la fuga por la que avanza y se pierde, a la vista, el pasillo del hospital. Se ve que Valente estaba siguiendo con calma ese movimiento, que se ha detenido un momento y que se ha vuelto apenas para mirar de frente una vez más. 'Aún no. Alguien te ha llamado', escribió sobre ella. Ni un ápice de naturalismo. En la otra foto, Valente está sentado. Como a todos los enfermos, se le ha abierto la bata y se le ve un poco el pecho; las mangas, además, son cortas y dejan al descubierto el antebrazo derecho. Esos dos trozos de piel inesperada, su borrosa suficiencia, el manifiesto pudor de esa desnudez ante el artificio, se imponen suavemente como la única de las imágenes posibles, que no puede, finalmente, ser otra ante los otros que la que es cierta ante uno mismo. Sobre ella, Valente escribió 'Borrarse: ser sólo huella'. El camino, la mano.

Alumno siempre atento del silencio, José Ángel Valente nunca calló: no se calló la vida y no se calló la muerte. No vestirse ante el fotógrafo significó no disfrazar la enfermedad ni ocultar con patetismo la verdad de la muerte, significó no silenciar la vida. Fatigado y valiente, quiso y supo llegar hasta el final de lo visible. Para seguir más allá, como un maestro. Lo demás es el miedo. El traje, los zapatos, la tarjeta, el abrigo. El espléndido miedo. Valente había luchado contra los hombres y el mundo, Valente se había internado en la experiencia de la poesía, Valente había defendido su palabra. Valente había perdido un hijo. ¿Cómo no iba a enseñarnos, después, la lucidez de sus heridas? ¿Alguien como él iba a intrigar para que su dolor no fuera visto en un periódico? ¿Cómo se iba a marchar sin que le viéramos el pecho descubierto?

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Que sepamos, lo más coherente de la vida es la muerte. Como mi amigo el escritor, no queremos mirarla, no queremos aceptar que somos ella y que nos pertenece. Como si no quisiéramos vivir. Pero ahí está la sombra.

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