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Columna
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España como partido

Josep Ramoneda

Era Vázquez Montalbán quien dijo que España sólo era el campeonato nacional de Liga y la Guardia Civil. La Guardia Civil ya no patrulla en algunas zonas que son responsabilidad de las policías autonómicas. Y la Liga está devaluada desde que existe la Liga de Campeones, es decir, desde que el marco europeo está desplazando al español como territorio de referencia. Aunque bien es verdad que este retorno del Barça al túnel del tiempo del victimismo, del que Cruyff y Núñez parecían haberle sacado para siempre, puede reforzar la unidad nacional. ¿Qué queda de España? El PP y el PSOE.

Es ésta una de las grandes anomalías de la transición. El Estado de las autonomías nunca fue tomado en serio, siempre fue considerado como un mal menor. Nació como tal porque fue la respuesta defensiva a un problema muy concreto: Cataluña, Euskadi y, en menor medida, Galicia. Había que resolver el eterno problema de las naciones periféricas y se buscó el modo de diluirlo: en vez de tres, diecisiete. Veintitantos años después, las consecuencias son claras. Desde el Gobierno central se sigue recelando de lo que para unos fue una concesión y para otros un simple apaño. Y desde las naciones periféricas se sigue pensando que el Estado de las autonomías es un lugar de tránsito y no una estancia definitiva. Paradójicamente, son las nuevas autonomías las más satisfechas con el modelo de Estado. Con el tiempo se han ido dotando de una cultura y una ideología regionalista que en muchos casos apenas existía o estaba muy minimizada en el marco global de lo español. Y le han encontrado gusto.

Desde el Gobierno español, las comunidades autónomas han sido siempre vistas como algo extraño. Nunca se ha reconocido plenamente que en definitiva son la organización del propio Estado en una parte del territorio. La prueba de ello es la presencia de unos delegados del Gobierno que ejercen de verdaderos contrapoderes del poder autonómico. Vistas desde La Moncloa, las comunidades autónomas se dividen en tres: territorio apache (las gobernadas por los nacionalistas, Cataluña y Euskadi), territorio hostil (las que gobierna el partido de la oposición) y territorio leal (las que gobierna el propio partido) Y así ha sido con el PP como con el PSOE. De modo que la desconfianza ha sido el modo de relación entre el Gobierno central y las autonomías no sumisas. Las otras siempre tienen recompensa.

El resultado de todo ello es que el Estado de las autonomías nunca se ha visto como la verdadera articulación política de España. Con lo cual los grandes partidos nacionales han sentido siempre un déficit de cohesión nacional. ¿Cómo han respondido a él? Con una perversión del sistema democrático consiste en colocar el partido -que debería tener un carácter fundamental instrumental- por encima de las instituciones del Estado autonómico. De modo que tanto PSOE en su momento como el PP ahora han entendido que correspondía al partido ser el garante de una supuesta unidad y cohesión nacional que, en la realidad institucional, parecía insuficiente. España es el PP y/o el PSOE. Las dos organizaciones nacionales que están presentes de un modo relativamente homogéneo en todo el territorio.

Desde este planteamiento el valor supremo es la unidad y la cohesión interna partido. Para hacer la función de cemento del Estado de las autonomías tanto el PP como el PSOE no pueden permitirse fisuras. De modo que el presidente de una comunidad autonómica está sometido a la disciplina de su partido, por encima de la lealtad debida a sus electores. Al situar al partido por encima de las instituciones se diluye la capacidad de autonomía de los gobiernos autonómicos y se falsea el normal desempeño democrático del conflicto de intereses entre comunidad autónoma y Gobierno central.

El Estado de las autonomías no será realmente tal hasta que se reconozca a las comunidades autónomas el papel de pieza articular del Estado. Y se establezcan los cauces adecuados para el debate territorial. Esta debería ser la función del Senado, como lugar idóneo para la expresión de la realidad plural del Estado, sin que esta realidad esté subordinada a las instituciones partidarias. Por ejemplo, en cuestiones como el plan hidrológico. Mientras esto no ocurra, políticamente España sólo será un partido (o dos). Un presidente de una autonomía, como el presidente de Gobierno, debe defender los intereses de su país y no los de su partido. Si no lo hacen, uno y otro merecen la reprobación electoral de la ciudadanía.

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