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Columna
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Menores maltratados

La Comunidad de Madrid ha cerrado tres centros de protección de menores como consecuencia de una denuncia por malos tratos presentada ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid por la Coordinadora de Barrios. Según el testimonio de representantes de esta entidad, determinados menores acogidos en los aludidos centros eran esposados, desnudados y torturados.

No me lo puedo creer...

Entiéndase: no es que dude de la Coordinadora de Barrios, por supuesto, sino que semejante trato parece inconcebible en estos tiempos y en plena democracia, cuando se ha erradicado de la enseñanza cualquier violencia, incluso verbal -hasta conceptual-, y cualquier exceso es, en menos de horas 24, del dominio público y motivo de alarma social.

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De confirmarse la utilización de esos procedimientos en los que el denunciante califica 'centros de tortura' estaríamos ante un caso criminal perpetrado por gentes de mentalidad diabólica, sin precedentes claros en las últimas décadas de este país, o al menos que se sepa. Ni siquiera durante la infancia de un servidor (con lo que desde entonces ha llovido), cometía nadie tal barbarie, a pesar de que en numerosos colegios los curas no se recataban de dar caña.

Debían de ser los restos testimoniales del lema, ya obsoleto, La letra con sangre entra, que tuvo vigencia a principios del pasado siglo y en parte del anterior. Muchos curas dedicados a la enseñanza (y también no pocos seglares) ponderaban su eficacia y de ahí que lo incluyeran en la práctica docente. O sea, que si un alumno no se sabía la lección, o no había hecho los deberes o llegaba tarde, le pegaban un guantazo y lo dejaban turulato que -al parecer- es la situación perfecta para recibir la letra y entrar en los ubérrimos campos del saber.

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La verdad es que uno nunca creyó en la buena fe de estos curas respecto a lo de la letra con sangre entra sino en la violencia que llevaban dentro, fruto de su vesanía. Muchos de ellos no parecían tener vocación sacerdotal y se les veía amargados y frustrados. Quizá fueran desertores del arado -que se decía entonces- y habían tomado los hábitos para escapar de la aldea y tener un modo de vida.

Algunos de estos curas se comportaban como idiotas. En el colegio donde un servidor hizo lo que pudo para sobrevivir dando el menor golpe posible, hubo un rector que estaba orate. Al buen hombre no se le ocurrió mejor procedimiento para castigar con justicia a quienes llegábamos tarde que esperarnos en el vestíbulo y darnos a elegir: o pasar una hora de estudio en la sala de castigados al acabar las clases, o recibir un tortazo. '¿Torta o sala?', era la pregunta. Si el reo elegía sala, un mandado que estaba allí lo apuntaba. Si torta, iba personalmente el padre rector, con bonete y todo (siempre caído de medio lado al chulesco estilo, por cierto) y le arreaba un guantazo. Las cosas que ocurrían en aquel colegio (y en todos los de la época) llegan a suceder ahora y acabamos todos en la cárcel: los alumnos por amotinarnos en plan venganza, los curas por prepotentes, por torturadores y por burros.

Lo más sorprendente es que ni nos amotináramos, ni los curas acabaran en la cárcel, ni pasara nada, a salvo los complejos que alguno haya podido arrastrar para el resto de sus días. A veces nos hemos reunido varios condiscípulos para saber de nuestras vidas y recordar los tiempos colegiales, y ninguno parece sufrir secuelas de aquella brutalidad gratuita. Quizá sea porque se nos activaba la autodefensa, con ella el sentido del humor, poníamos motes a los curas -El Tarugo, El Raspa, El Nauta, cosas así- y nadie se sentía culpable de nada sino víctima del sistema.

Claro que una cosa, bien distinta, es haber vivido los malos usos de una época entre grotesca y surrealista en un colegio de pago, con los padres aguardando a la salida y toda una familia, bien avenida, de cobertura, otra ser huérfano, desamparado, quizá abandonado, víctima de malos tratos, internado de caridad en un centro de menores y encontrarse allí -¡encima!- con unos desalmados que te torturan y te humillan. No se puede acusar a nadie, pues hay una investigación en marcha. Pero si de ella saliera que es cierto lo que denuncia la Coordinadora, habría que coger a los responsables y ponerlos en la picota.

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