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Columna
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La boda de la risa

Vicente Molina Foix

Oí unos chistes involuntariamente. Estaba en los vestuarios de un centro deportivo al que voy alguna vez para hacer ejercicio y entraron cuatro amigos recién salidos del squash. Dijo uno: '¿Por qué no puede ir la mujer a la Luna? Porque no hay nada que barrer'. Risotadas de los otros tres mientras se desnudaban. Intervino el segundo: '¿Qué es lo que la mujer tiene todos los meses y le dura tres o cuatro días? El sueldo del marido'. Más risas entre ellos; yo me estoy acabando de vestir. El tercero no quiso quedarse atrás: '¿Qué hay detrás de toda mujer inteligente? Un hombre sorprendido'. A punto de meterse en la ducha, el cuarto amigo, más delicado de carácter o mosca porque no me veía reír, contó un chiste de compensación: '¿En qué se diferencia un camión de cerdos de uno de hombres? En la matrícula'. Gustó menos, ellos desaparecieron bajo los chorros y yo me fui a mi casa.

Humor de urinario y sala de billar, de campamento o cuarto de banderas. Un humor con una larga historia. Pero los amigos chistosos eran todos gente joven y parecían liberales de profesión. ¿Es posible que la zafiedad, la tendenciosidad machista no haya cambiado nada en los 30 años pasados desde que terminé el servicio militar?

En El chiste y su relación con lo inconsciente, Freud hizo la conocida hipótesis de que contar chistes sería una forma de gastar las inhibiciones acumuladas por el individuo. La aplicación de este supuesto a la realidad del hombre de hoy -que ya sabemos lo atribulado que está en lo más hondo por el nuevo espíritu femenino de libertad de costumbres y conquistas profesionales- resulta obvia. Dentro del tabernáculo masculino del gimnasio, aquellos profesionales jóvenes y seguramente casados se vengaban de la mujer moderna como unos trogloditas, devolviéndola en la ficción del humor burlesco a su papel de toda la vida: manirrota, estúpida y con una escoba en la mano.

Freud, en esa misma obra, cita una ocurrente frase del escritor romántico alemán Jean Paul: 'El chiste es el cura disfrazado que desposa a toda pareja'. No me está permitido entrar a los vestuarios o cuartos de aseo de las chicas, donde seguro que también correrá el humor. La soga que une estrechamente a dos personas se afloja, antes que cortarse del todo, riendo. Pero no hay chistes inocentes; los más celebrados son siempre los más culpables. Si no, no habría gasto del caudal de nuestras miserias y frustraciones.

Hace un año se produjeron los terribles sucesos de El Ejido. La situación de los inmigrantes magrebíes no ha mejorado apenas, aunque ya no se ven patrullas con estacas por la calle, ni la próspera población almeriense quema los cobertizos de sus esclavos. Ahora estamos todos muy preocupados con Cataluña, donde el señor Barrera y la señora Ferrusola, sin palo ni gasolina en las manos, se defienden del peligro africano. No pasará nada, ya verán. El valle de Bohí seguirá románico, y asistiremos a la inauguración oficial de una super-mezquita en el puerto de Barcelona presidida por la plana mayor de Convergència. Todo sea por el gran matrimonio de conveniencia del siglo XXI: los patronos con los trabajadores sin papeles, la estéril aristocracia blanca con el semental exótico, los señores salidos con la negra puta barata. Parejas indisolubles.

Entonces llegará el cura disfrazado y, en vez de la violencia física y los insultos públicos, nos pondremos a hacer risas en el sagrado reducto de la privacidad. Sin escapatoria posible de nuestro obligatorio cónyuge de bajo costo, la venganza del yugo matrimonial será una hiriente brutalidad chistosa. Estén atentos: se avecina la moda del chiste del moro y el ecuatoriano.

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