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Columna
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Riesgo

Hubo un tiempo en el que el heroísmo era una ocupación épica y arriesgada que consistía en arrebatarle el fuego a los dioses, en desollar al monstruo en su laberinto o en salir ileso de una carga de los grises, sin despeinarse y manteniendo siempre una estampa pinturera. Ahora, el heroísmo no solo ha caído en el descrédito, sino que carece de decorados fastuosos para su puesta en escena. Y no es que haya muchos aspirantes, pero los que hay lo tienen crudo. Los más decididos lo buscan en la carta de carnes de los restaurantes, olfateando uranio empobrecido o recolectando hortalizas, después de quemar el DNI y el carné de conducir. Pero hasta los afortunados solo consiguen una plaza en el martirologio urbano y una sopa de convento, sin sustancia olímpica. Al heroísmo lo han demolido la intriga, el compadreo y la ineficacia. La aventura ya no está empadronada en una isla legendaria, ni en un periplo turbulento, ni en una manifestación contra la dictadura, sino en cualquier calle de la ciudad. Y no la alientan las divinidades, ni las bestias mitológicas, ni los antidisturbios; la alientan los ministros, los subsecretarios y los delegados del Gobierno, con su cicatería y su idiotez, en la más aséptica acepción etimológica de ausencia de política.

Antiguamente, el héroe conocía la naturaleza y el emplazamiento del peligro y lo acometía valiéndose del mapa y de la audacia. Pero desafiar al Minotauro no es lo mismo que medirse con una encelopatía espongiforme. El Minotauro tenía domicilio conocido y un aspecto inquietante, pero visible. La encelopatía espongiforme ni se sabe por dónde te puede devorar y no te enseña ni la pata. Lo mismo sucede con las presuntas radiaciones de uranio, que son tan sigilosas como intangibles. Ni una ni otra se enfrentan al héroe, sino que arremeten contra todos, sin contemplaciones, mientras los titulares del poder abdican de su responsabilidad y se montan un circo. Esta sociedad opaca y mansurrona está destinada al sobresalto y al sacrificio de las nuevas pestes, porque sus gobernantes han decidido echarse de cabeza al silencio y mirar en dirección contraria.

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