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Aterrizaje suave o recesión.

Joaquín Estefanía

El presidente de Estados Unidos que tome posesión el próximo 20 de enero tendrá como principal objetivo administrar la herencia económica de Clinton. Ésta consiste, en esencia, en 10 años de crecimiento ininterrumpido, pleno empleo, inflación domeñada y superávit presupuestario. Como no es previsible que EE UU pueda seguir creciendo al 4% ininterrumpidamente, esa gestión tendrá una fórmula diferente: obtener el aterrizaje suave de la economía sin caer en el extremo opuesto, la recesión.Partir de un cuadro macroeconómico tan halagüeño no significa ausencia de problemas. El nuevo equipo tendrá que lidiar con la burbuja financiera existente en las bolsas (pese a las bajadas de los últimos meses, sigue habiendo acciones claramente sobrevaloradas), el gigantesco endeudamiento de familias y empresas (el ahorro es muy bajo y las subidas de los tipos de interés han agudizado las tensiones de liquidez), y el déficit comercial (un desequilibrio que no es positivo para EE UU pero sí para el resto del planeta: significa que los americanos compran mucho fuera de sus fronteras y dinamizan la economía mundial).

En el ámbito del Estado de bienestar deberá atender a una educación pública muy deteriorada (el equipo capital va perdiendo importancia en el concierto de las naciones frente al capital humano); a la reforma de la Seguridad Social para asegurar las pensiones de la generación de los baby boomers (ciudadanos que nacieron entre el final de la II Guerra Mundial y la primera mitad de los años sesenta), que está comenzando a jubilarse y que lo hará con más intensidad a partir de la segunda década del siglo XXI; o a la reducción de los millones de ciudadanos sin cobertura sanitaria. Para todo ello, el gran debate será el uso de los beneficios de tantos años de crecimiento: el superávit presupuestario. Y de la decisión que se tome dependerá, en parte, el destino de la desigualdad social, punto fragil central de la nueva economía.

En cuanto a la política económica exterior, EE UU tendrá que definir con rapidez si impulsa la nueva ronda de negociaciones de la Organización Mundial de Comercio, si ampliará el Tratado de Libre Comercio a otros países de América Latina o si liderará lo que se ha denominado nueva arquitectura financiera internacional, que pasa por la reforma de organismos como el FMI o el Banco Mundial. Es decir, si es más proteccionista o más liberal.

Con las incógnitas e incertidumbres que quedan por aclarar después de un resultado electoral para el que EE UU no estaba preparado, hay dos líneas que no son discutibles: que, una vez más, la mitad de la población norteamericana no ha participado en el proceso, lo que corrobora la cultura de la satisfacción que describió Galbraith; y que la otra mitad ha quedado dividida en dos bloques casi iguales cuantitativamente. Bajo este esquema es muy difícil que el nuevo presidente, con las dos Cámaras parlamentarias también más equilibradas, tenga las manos libres. Seguramente, su acción política estará más controlada que hasta ahora, incluso en el caso de que los republicanos dispongan de la presidencia, la Cámara de los Representantes y la mitad del Senado. ¿Es posible una bajada de impuestos tan radical -y tan asimétrica- como la que ha propuesto Bush en toda la campaña? ¿Qué quedará del capitalismo compasivo y de la cohesión de la sociedad?

El ambiente psicológico con el que arrancará la nueva presidencia no es de optimismo. El ciclo de bonanza ha durado tanto tiempo que los ciudadanos lo consideran natural, y todo lo que lo debilite generará inquietud y comparaciones con el pasado. Además, el nuevo presidente habrá de tomar una decisión central: quién sucederá al frente de la Reserva Federal a Alan Greenpan. En ello no podrá equivocarse.

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