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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El cierre del Velódromo IGNACIO VIDAL-FOLCH

Ha provocado incredulidad, estupor, desconsuelo, el cierre de un café, de un viejo café con veladores de mármol, altillo y mesas de billar, con las paredes ennoblecidas por la pátina del tiempo, aunque de hecho la pátina que amarilleaba las paredes del Velódromo era más bien de humo y nicotina. La otra noche, centenares de clientes acudieron a despedir el local e inaugurar la nostalgia en una postrera noche de copas, y en los papeles hay quien reclama a las administraciones que liberen una subvención (¡esto empieza a ser una especie de enfermedad!) para volver a abrir el local. Piensa alguno que lo que las excavadoras tirarán abajo no es un café, sino su propia juventud.A lo largo de los años, "yo también estuve en Arcadia", frecuenté cierta tertulia, jugué en esos billares, y confirmo que se estaba bien sentado en los bancos verdes, que no sonaba el ruido que llaman música, y no me cabe duda de que cualquier nueva forma y nuevo uso que le den a ese espacio será más desagradable que la forma y el uso que hasta ahora tenía.

Pero los lamentos por el cierre de un café son escandalosos, como las quejas de aquella señora que lamentaba el incendio del Liceo porque décadas atrás en los salones del Círculo ella y sus amigas se pusieron de largo. Cuando lo sentimental se hace público, coral y reivindicativo, se hace kitsch. El kitsch ciego a la dirección en que se mueve el espíritu del tiempo, con perdón.

Subsisten otros ámbitos que permanecen ajenos al mencionado espíritu, que permanecen fieles a sí mismos en estética y función. Pienso en ciertas oficinas del BEX a las que no ha llegado el mobiliario ergonómico y plasticoso de la banca moderna y donde los empleados parecen llevar invisibles manguitos y visera y contar los reales con ábaco.

Pienso en algunas comisarías del Cuerpo Nacional de Policía, donde suena una máquina de escribir paleolítica y el aire, que no circula, se puede cortar con un cuchillo. Y en las oficinas de Correos de Laietana y Aragó, pródigas en funcionarios anarquistas y donde siguen como el primer día los mostradores de madera, las sacas de arpillera, los carteles pegados en la pared con cinta adhesiva que dicen: "Prohibido dejar cajas vacías".

Pienso en esos establecimientos propios de la guerra fría que son los supermercados DIA, donde exponen toda clase de artículos más baratos que otras cadenas de alimentación a cambio de no invertir ni un duro en diseñitos. Los frecuento sin temor a deprimirme, estoy vacunado. Tienen yogures excelentes que sólo allí se encuentran.

Y sobre todo pienso en ciertos colmados de barrio llamados a desaparecer en beneficio de las grandes superficies (que a su vez también corren serio peligro desde que se ha incrustado en ellas -en la dirección de Carrefour- don Inoperante Arias Salgado, el ex ministro de Incomunicaciones).

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En mi barrio perduran varios de estos colmados, regentados por parejas de provecta edad, el uno asmático, la otra obesa, el de más allá con problemas de locomoción, incapaces de reciclarse ni especializarse y cuyos hijos, tras pasar por la Universidad, aspiran a otra cosa, a otra vida.

Mi preferido es el único que todavía atiende un hombre todavía joven; en un alarde de iniciativa ha instalado al fondo un par de sillas de jardín para que unas vecinas peinadas con llamativa permanente se sienten a beber unas latas de coca-cola o cerveza y pegar la hebra, con el caniche o pequinés o lo que sea ese monstruito que siempre está tendido a sus pies. Hablan de naderías, y la luz de la calle que se queda en el umbral perfila el mostrador, el ajedrez del embaldosado roto, las alacenas con sus latas como dentaduras saqueadas...

Es el escenario de Las Meninas de Velázquez habitado por las figuras de Bacon. Quien venga aquí a por yogures que abandone toda esperanza: sólo los tienen de esos que no necesitan nevera, porque no hay nevera. El joven corta lonchas de un embutido reluciente, un fleco de su cabello negro oscila sobre su frente y parece a punto de gotear grasa sobre sus gafas de culo de vaso y su rostro abotargado.

En funciones de icono, tutela sus gestos un gran póster con la foto de una maciza en cueros, que le sonríe animosa. En otra pared hay otro póster, más pequeño, con un niño haciendo la primera comunión. Cioran elogiaría este lugar como escuela de desesperanza. A mí me atrae como un imán este colmado para el que reclamo subvención, y a gusto me quedaría a pasar un rato en esa silla que acaba de quedar libre. Pero Chuqui -el muñeco diabólico que habita en mi- me disuade: "Quita, hombre, que tú, al igual que tus lectores, perteneces a la Barcelona olímpica y triunfal". Uy, sí, ¡casi se me olvida!

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