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Tribuna:Un relato de Pedro Jesús Fernández
Tribuna
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El tacto de la polilla (5)

Al regresar a Taxco, sin saber muy bien la razón, quizá porque comentábamos mi asombro ante el culto mexicano por la muerte, Sara me relató una extraña historia que le había ocurrido a su novio anterior, un norteamericano llamado Steven. Según dijo, les habían invitado a una fiesta de disfraces, pero en el último momento su madre se había puesto enferma y ella no pudo asistir. Sara insistió en que fuera, se iba a divertir. Era preciso llevar en la cara una máscara de papel maché y el día anterior las habían estado eligiendo en el mercado. Steven le había comentado que al principio estuvo un poco solo hasta que, de repente, una mujer vestida de negro con una máscara que representaba un rostro femenino muy blanco, se le acercó y le invitó a bailar. Steven accedió y, luego de algunas canciones, la muchacha, cuyo nombre era Clara Irene, le insistió para que le acompañara a un lugar que quería darle a conocer, la iglesia de San José. Al llegar, se dirigieron a una puerta lateral y entraron por una capilla donde rezaban dos o tres ancianas. La muchacha cogió a Steven de la mano y le arrastró hasta el altar mayor para mostrarle, frente a ellos, en el suelo, un catafalco cerrado. ¡Imagínate a Steven! -comentó Sara entre risas-. ¡Mi pobre gringo, debía estar aterrado! No me extraña -repuse-. Pues eso no fue lo peor -añadió-: piensa en lo que experimentaría cuando ella le comunicó que aquel sarcófago contenía su propio cadáver, el de ella, y que el funeral tendría lugar al día siguiente. Después, la mujer, sin darle tiempo a reaccionar, echó a andar y desapareció de su vista. Steven se quedó perplejo, sumido en una profunda confusión. No obstante, tuvo la inteligencia de buscar la vena menos trágica y optó por tomar aquello como producto de una broma macabra. Para que nadie le tuviera por cobarde, decidió volver a la fiesta y, de pasada, contar a los amigos lo que le había ocurrido. -Hizo una pausa y con voz apagada, llena de implicaciones, prosiguió-: Bueno, lo más increíble está por llegar. Por la mañana temprano, Steven me telefoneó, yo había tenido que llevar a urgencias del hospital a mi madre y volví a casa muy tarde. Estaba medio dormida. Steven me relató la historia de manera apresurada, pero con una idea muy clara: quería que le acompañara a la iglesia. Llegamos a mediodía y no tuvimos que esperar mucho; en la plaza que sirve de pórtico a San José nos encontramos con un numeroso grupo de gente enlutada. Steven, a pesar de lo mal que habla el español, se acercó a un hombre de aspecto formal y le preguntó qué pasaba. El tipo, un poco indiferente, contestó que se estaban celebrando los funerales por el alma de una joven llamada Clara Irene Garrido. ¡Increíble!, exclamé. Eso pensamos nosotros. Y más cuando se nos acercó una anciana cubierta con un rebozo y trató de tranquilizarnos con estas palabras: No se apuren. Para que no se le ocurra ninguna broma a la difunta, se barrerá bien la sepultura con flores de sauco... Me estás tomando el pelo -dije con voz baja-. Tómalo como quieras. Esto es México, Jaime.Llegamos a Taxco al atardecer. Sara dijo que podíamos acercarnos a la plaza. Mientras ascendíamos por las calle principal, nos topamos con Óscar entre un grupo de amigos. Tras preguntarnos por la excursión, quedamos a cenar en un restaurante y propuse a Sara que fuéramos de paseo por la ciudad. Fue una sorpresa; contra todo lo imaginado, los monumentos y las viejas casonas virreinales de Taxco me dieron la apariencia de una escenografía desgastada, sobre todo el gigante barroco de Santa Prisca, y yo la sentí mucho más próxima en los pequeños detalles: en la disposición laberíntica de las calles; en la simpatía y extroversión de la gente; en las fuentes y farolas de las plazas empedradas; en las tertulias a la puerta de casas apacibles; en los ruidos y los olores -las especias, el humo de carbón de las parrillas-; en los ojos de las mujeres; en la abundancia de gatos; en la mirada de inteligencia de los niños. A diferencia de la imagen que tenía en mente, una especie de réplica, rica y burda, de las ciudades castellanas, descubrí un paisaje hecho de sus propias esencias impuesto sobre el pasado colonial, un paisaje más acorde con el mundo de Andalucía y hasta de Marraquesh.

Cenamos asomándonos a la plaza principal, en una terraza amarilla. Óscar había llegado antes y nos hizo hueco entre su grupo de amigos, todos hombres. Por el camino, había observado que cada vez que volvía la vista me encontraba con que Sara me miraba con una sonrisa plácida, casi triste. Si al principio me confundió, tras dos o tres copas llegó un momento en que no sólo me hallé correspondiéndola: un guiño, un parpadeo, cualquier gesto para indicarle que acusaba recibo y que era yo quien la buscaba. Al caer en la cuenta de mi estado me levanté para ir al baño: las cosas se desvanecían desde el centro mismo de la madeja y no podía tolerar ese desvarío. Necesitaba convencerme de que por la mañana iba a despertarme sin sentirme afectado por otra mujer que Marta, la mía, sano y cuerdo como antes.

Al regresar a la mesa encontré a Bernardo en mi silla y cambié de lugar. Estaba medio borracho y bebía sin tino, de un trago, pequeños vasos de tequila. Le observé con tranquilidad; durante mucho tiempo estuvo callado, quieto, con los dedos de la mano bajo la nariz y la vista clavada en el suelo. Más tarde, cuando servían el café, empezó a hablar. Consciente de ser el destinatario de la mayoría de sus bravatas, intenté evitar los desafíos y dejé sin contestar frases que me concernían en lo más íntimo; frases duras en mis oídos; frases tales como que le espantaba el conformismo sentimental porque mataba al verdadero sentimiento, y otras parecidas. O cuando, ya sin medida, afirmó que odiaba explotar el respeto filial y cualquier otra zarandaja relacionada con la sangre. En una ocasión consiguió su objetivo y no me contuve: Eso suena un poco cínico. ¿Quién lo niega? Llámame cínico si quieres; ahora bien, Jaime, te lo ruego, no lo insinúes con tanta gravedad. No seas solemne. Es muy fácil ser solemne. Lo difícil es ser frívolo. Tan frívolo como para poder seguir despotricando contra el chantaje del sentimiento, incluso ahora, que me han despojado de mi futuro y ya no puedo recuperar el tiempo -hizo un alto-: Y poder hacerlo frente a ti.

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Me quedé mirándole; no era sino un viejo borracho, despeinado, manchado de mugre y sudor, con los faldones de la camisa sobre los pantalones, que, sin embargo, ahí estaba: todavía entero, todavía lúcido. Fue entonces, frente a esa lamentable silueta, cuando acabé por comprender que la finalidad de aquella pantomima que aparentaba rebelarse contra la tiranía de la carne no sólo estaba elaborada con el objeto de justificarse conmigo, sino también para evitar que lamentara su ausencia y tuviera algo que deberme. Él no me había dado nada y nada podía repararlo. Por primera vez conmovido, me compadecí, atisbando ya que si Bernardo aceptaba ser un espectro, una invención sin mensaje y sin edad -como la calaca de una polilla-, era porque al menos había tenido el orgullo de sentirse obligado a despedirse con una salida honorable.

Acabamos bajando la calle en dirección al estacionamiento cogidos del brazo, de los hombros, sosteniendo sus pasos inseguros, mientras él seguía hablando larga, incansablemente: Hijo, no importa tu trabajo. Hazme caso, dedícate a las mujeres, en ellas está lo mejor. Si te gusta la música, busca en ellas la dulzura del sonido; si prefieres la pintura, enriquece tu visión en su talle, en su tacto, en su aliento. ¿Sabes? Cada mujer que he conocido tenía algo de esas cualidades: su cuerpo recogía de alguna forma la armonía de todos los cantos; su rostro, la belleza de todos los sonetos; su alma, la emoción de todos los dramas. Y, sobre todo, acuérdate: ellas son más firmes. Las he conocido a todas y he aprendido algo. Te lo advierto, no tienen más que un punto frágil. Sólo uno. Digan lo que digan, lo que les pierde no es nuestra fuerza, sino nuestra debilidad. Ése es su talón de Aquiles. No se lo comentes a nadie y menos a ellas. Nunca lo reconozcas, pero cuando quieras conseguir a la mujer que desees, recuerda esto: una vez conquistada, será tuya para siempre si le demuestras que en el fondo no eres nadie. Sin ella, no eres nadie...

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