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Las tribulaciones de Clío en el aula

Enrique Moradiellos

La Historia, o al menos su enseñanza, vuelve a ser novedad informativa y polémica en España. Al menos ese efecto positivo cabría atribuir al reciente y sumario informe de la Academia correspondiente sobre los supuestos defectos y las peculiares maneras de impartir esa asignatura a los alumnos de educación secundaria en distintas zonas del país.No está de más recordar que la denuncia sobre el deterioro de las enseñanzas históricas y la polémica sobre el tipo de Historia a impartir a las nuevas generaciones no son casos específicos de España sino las versiones locales de un fenómeno de amplitud universal. Baste mencionar los agrios debates análogos registrados recientemente en lugares tan distantes como Francia, Japón, México o los Estados Unidos. La misma amplitud del fenómeno hace sospechar que se trata de un reflejo del creciente abandono del futuro como horizonte previsible y deseable en favor de una mirada hacia un pasado más reconfortante y controlable. No en vano, parece que las sociedades contemporáneas avanzadas, ante la angustia generada por un futuro incierto y "globalizado", retornan la vista hacia la pretendida certidumbre de un pasado mítico y estable.

Dentro de ese contexto, el breve e impresionista informe elaborado por la Academia ha conseguido levantar pasiones latentes y virulentas, como era de esperar. Sobre todo porque removía asuntos candentes de la vida política y cultural tales como: ¿qué es "España"? ¿Cuándo y cómo se formó (o incluso dejó de existir)? ¿Qué relación guarda con otras entidades de rango igual, menor o distinto como puedan ser "Cataluña", "Euskadi" o "Castilla"? Y al hacerlo, sin ninguna duda, ponía en cuestión los "mitos de origen" y las "señas de identidad" (grupal) en los que se funda la legitimidad de los proyectos nacionales vigentes y en competencia por la exclusiva lealtad de sus poblaciones correspondientes.

Dejando aparte los defectos de elaboración y de presentación del informe de la Academia, a poco que uno esté en contacto con la enseñanza de la Historia en la educación secundaria (y aun universitaria), resulta difícil no compartir su diagnóstico pesimista sobre la situación actual. Aunque fuera por razones distintas y hasta contrarias a las expuestas en el texto del informe. E incluso cabría añadir que, desde una perspectiva estrictamente historiográfica, tampoco parecen completamente inoportunas sus llamadas de atención contra el excesivo localismo y presentismo de algunos programas y libros de texto en uso y circulación.

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En cualquier caso, lo que parece indudable es que ese territorio geográfico bien definido como Península Ibérica ha sido escenario de una evolución social a lo largo del tiempo que constituye un caso histórico singularizado en el contexto continental. Y esto no quiere decir que existiera España hace dos mil años (como rezaba el título de un libro famoso hace décadas). Quiere decir, sin más, que sobre ese espacio se desplegó un proceso histórico de entidad suficiente como para ser tratado como "unidad" regional y cultural en el marco europeo (al mismo nivel, como mínimo, que la Península Itálica o las Islas Británicas). Y la conceptuación de esa "unidad" debe estar definida por la determinación geográfica o la formulación política imperante en cada época histórica, como mera cautela conceptual para evitar anacronismos y mistificaciones interesadas. En observancia de esa misma cautela, durante la Prehistoria y Protohistoria sólo cabe hablar de "Península Ibérica"; en la Antigüedad Clásica debe utilizarse por vez primera el término (político) "Hispania"; a lo largo de la Edad Media es apropiada la denominación geográfica o el vocablo cultural de "las Españas"; en los tiempos modernos resulta conveniente la categoría de "monarquía hispánica"; durante el siglo XVIII cabe utilizar con propiedad "reino de España"; y, como mínimo, desde la guerra de la Independencia hasta hoy es necesario hablar de "España" como Estado nacional más o menos afianzado, discutido o rechazado.

Ese curso histórico plural y multiforme, no "unitario" pero sí conexo y difícilmente fragmentable en partes autónomas ( stricto sensu ), es el que debería enseñarse y conocerse en las escuelas e institutos españoles. Sin permitir (cuando menos los historiadores) que las actuales formas político-administrativas violenten su realidad como fenómeno histórico en aras de una legitimadora "formación patriótica" que busca el apoyo de la población por la vía de la reducción al extremo (y al absurdo) de los "rasgos diferenciales y peculiares" del territorio, comunidad, región o nación correspondiente. Y ello, sencillamente, porque la colonización griega de Ampurias no es un caso privativo de la historia gerundense (ni catalana, ni aragonesa, ni española), sino de la historia peninsular en época prerromana. De igual modo, la configuración del reino de Portugal no es un asunto peculiar y exclusivo de historia portuguesa, sino un episodio de la reorganizacion peninsular de los estados cristianos medievales en su lucha contra el poder musulinán andalusí durante el largo proceso de la "Reconquista". Así mismo, el bombardeo de Guernica el 26 de abril de 1937 no es sólo un incidente emblemático en la trágica historia vasca contemporánea, sino un capítulo crucial de una guerra civil de ámbito español (extrapeninsular, por cierto) e inexplicable fuera de ese contexto.

Las afirmaciones previas no pretenden ser una opinión más, tan respetable como otras por principio democrático. Quieren ser el resultado de la aplicación de una racionalidad propia de la disciplina de la Historia, configurada como ciencia social ya centenaria en virtud de su respeto a tres principios axiomáticos:

l. La exigencia crítica de una base material y cotejable de pruebas y evidencias para corroborar la veracidad de un relato sobre el pasado (y así discriminar entre la realidad histórica de la Roma de los Césares y el mito legendario del Camelot del rey Arturo).

2. El respeto al principio genético que asume el carácter de proceso continuo e inmanente de la evolución histórica humana (y excluye la intervención en el mismo de la Providencia Divina, el Destino Manifiesto o las conjunciones astrales).

3. El axioma de la significación temporal irreversible, que contempla el tiempo como una secuencia acumulativa desde el pasado al presente sin bucles o saltos arbitrarios (y así proscribe la ucronía y el anacronismo en el relato histórico: no hubo yanquis en la corte del rey Arturo ni Viriato era "extremeño").

Esta ciencia, si bien no puede "pre-decir" acontecimientos (en todo caso, cuando hay pruebas, los post-dice), ni proporcionar ejemplos de conducta repetibles, sí que permite realizar tareas cul

turales inexcusables para la humanidad civilizada: contribuye a la explicación de la génesis, estructura y evolución de las sociedades pretéritas y actuales; proporciona un sentido crítico (no dogmático) de la identidad operativa de los individuos y grupos humanos, y promueve la comprensión de las tradiciones y legados culturales que conforman las complejas sociedades contemporáneas. Y al lado de esta practicidad positiva, la Historia desempeña una labor crítica fundamental respecto a otras formas de conocimiento humano: impide que se hable sobre el pasado sin tener en cuenta los resultados de la investigación empírica, so pena de hacer pura metafísica pseudo-histórica o formulaciones arbitrarias e indemostrables.

Las ciencias históricas imponen así límites críticos infranqueables a la credulidad y fantasía sobre el pasado de la humanidad. Y al hacerlo, ejercitan una labor esencial de pedagogía, ilustración y filtro depurador en nuestras sociedades: son componentes imprescindibles para la edificación y supervivencia de la conciencia individual racionalista, que constituye la categoría básica de nuestra tradición cultural greco-romana y hoy universal. Sin graves riesgos para la salud del cuerpo social, no es posible concebir un ciudadano que sea agente consciente y reflexivo de su papel cívico al margen de una conciencia histórica mínimamente desarrollada. Sencillamente porque dicha conciencia le permite plantearse el sentido crítico-lógico de las cuestiones de interés público, orientarse fundadamente sobre ellas, asumir sus limitaciones de comprensión al respecto y precaverse contra las mistificaciones y sustantivaciones de los fenómenos históricos (sean éstos la patria, la etnia, la religión, la lengua, el género o cualquier otro elemento).

Bienvenido sea, en consecuencia, cualquier debate público sobre la historia y su enseñanza, sin excluir (por imposibilidad) sus implicaciones políticas. Pero evitemos que discurra al margen de los procedimientos racionales de argumentación y demostración científico-historiográficos. Y, sobre todo, orillemos fórmulas sustancialistas del tipo "España se formó en tiempos del emperador Augusto"; "Galicia es una nación celta y sueva"; "Euskadi resistió a romanos, visigodos y castellanos", o "Cataluña fue creada por Carlomagno". Las mismas ya no son historia; son fábulas mitológicas cuya razón y función son contradistintas a las de la Historia. Nada más. Pero tampoco nada menos.

Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.

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