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Tribuna:Un relato de Pedro Jesús Fernández
Tribuna
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El tacto de la polilla (3)

Por la noche, al acabar la cena, Bernardo me hizo acompañarle a un pequeño salón desde el que se atisbaba una puerta de cristal cubierta por un visillo muy tenue; se acercó a un armario cerrado con llave y sacó una botella de ron añejo. Le vi mirarla, acariciarla, tomar una copa del estante y probarla. Le pedí un poco. Mientras el líquido reconfortaba mi garganta, observé la habitación; sobre el pavimento había una alfombra iraní, de excelente tejido, con fondo amarillo y pequeños caballitos rojos y azules. Él se inclinaba sobre la chimenea para animar el fuego con María a su lado. Viéndolos de espaldas, sentí mezclarse el calor de la sangre con el del hogar y, delante, a las llamas esparciendo destellos irregulares. De repente, se dio la vuelta y se acercó a una cómoda, abrió un cajón y sacó dos figuras de madera pintada: un águila y una paloma. Se las entregó a María y dijo: Tíralas al fuego. Ella las recibió sin alterar la expresión. Vamos, tíralas, insistió. Riendo, María las arrojó a la chimenea y yo quedé prendado observando los repliegues de las tallas aniñadas bajo las llamaradas.Después, sin más trámites, Bernardo anunció que se iban a dormir.

Me levanté para coger una revista y volví a mi lugar. Dos minutos más tarde me sobresaltó, al encenderse, el fino resplandor de la luz de la habitación que tenía enfrente. Quedé inmóvil, desde allí podía distinguir sus siluetas con toda nitidez y vi a Bernardo acostándose al lado de María. No parecían pronunciar una palabra; yo hubiera jurado que sus manos la estaban tocando y se deslizaban bajo la seda del camisón, demorándose, con el lento movimiento de los animales, sobre las curvas de su cuerpo. Atenazado por la curiosidad, me agaché para servirme otra copa de ron. Al subir la vista, pude contemplar la manera en que ella se liberaba de sus ropas, se erguía en la curva de su espalda y, tras arquearse y desplegarse para salir a su encuentro, cómo fue derribada y barrida. Fruncí el ceño, los tres debíamos ser conscientes de lo que ocurría, es más, con toda probabilidad nos estábamos observando furtivamente desde ambos lados. Ya sé, yo no podía percibir sus miradas y nunca podría probarlo. Sin embargo, estoy seguro, si no ¿por qué se mostraban con tal bagaje impúdico entre las manos y me hacían cómplice de la alegría de lo visible? Sin embargo, no se trataba de exhibicionismo; ni siquiera entonces, al contemplarlos, creí que fuera ésa la explicación. Para ellos la fantasía no contaba, sus cuerpos se buscaban y estaban juntos. Al finalizar, María permaneció desnuda y me pregunté por qué estaba así tanto tiempo, fragmentada entre las sábanas por el trasluz de los visillos. En todo caso, incluso después de haber sido testigo de esa profanación que me repelía y me atraía por igual, me di cuenta de que empezaba a hallar alguna certeza. Sentía debilidad por María, que era una mujer débil. La perdonaba. En cambio, no sentía la menor debilidad por mi padre, que era un hombre fuerte. A él no le perdonaba.

Camino de mi habitación me entretuve buscando el baño. Estaba oscuro y deambulé adivinando los esquinas de las paredes, los escalones y, al fin, la puerta. Intenté encontrar el interruptor de la luz de la pared; al no hallarlo, busqué el del lavabo, pero estaba roto. Mientras tanteaba a ciegas, retrocedí asqueado por el contacto grimoso con una polilla. Odiaba esos bichos inmundos. Terminé orinando a tientas, guiándome por el sonido del chorro sobre la loza, hasta que reconocí el golpear del líquido en el líquido. Al bajar la escalera me sobresaltaron los ojos como granos de café de Adela, caminando fugaz en sentido contrario. Según Óscar, se encontraba de visita; para mí, habitaba de forma permanente en la finca: Que descanse el señor. Buenas noches, Adela. Me alegró verla perderse en la oscuridad. Esa mujer me sobrecogía. Cuando la veía pendiente de mí, lo cual no solía suceder con frecuencia, lo hacía con recelo y frialdad. Bernardo me dijo que era su manera de mirar a los extraños, en especial a los españoles; sin embargo, yo advertía en esa mirada el resentimiento endémico de una clase.

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En la cama no conseguí conciliar el sueño. Algunas zonas de mi cuerpo sentían, otras meditaban, las más preferían escapar. Al día siguiente caminaría por las mismas veredas y volvería a cruzarme con los mismos hombres y los mismos perros. No sabía si lo que ellos veían equivalía a lo que veía yo: ¿era acaso el mismo tiempo, la misma estación, igual acuerdo entre el cielo y los ademanes de la tierra? De manera inconsciente decidí que mañana tampoco respondería a los saludos. Debía estar dejándome influenciar por Bernardo, que en un momento de despiste había exclamado que no comulgaba con hipótesis, silogismos o síntesis alguna, que no le interesaban los absolutos, y sólo creía en el caos. Antes de dormir extraje la única conclusión que me parecía razonable: tienen una realidad tan elaborada que nuestro parecido es meramente casual.

Poco después del amanecer me despabilé ebrio de sudor y, tras dar un manotazo a una de esas repelentes polillas que me encontraba por todas partes, recordé hasta el menor detalle del sueño que me hizo incorporarme. Había despertado en mitad de la noche, puesto los pies en las baldosas y, muy despacio, me levantaba y me dirigía al dormitorio de Bernardo y María. Al llegar, contuve el aliento y me apoyé en la puerta. Sólo deseaba escuchar su respiración, no quería que percibieran mi presencia. De pronto noté que el suelo de madera, al otro lado, crujía bajo unos pies descalzos. Me quedé quieto hasta sentir que María también estaba apoyada; el temblor de los dos cuerpos se comunicaba a la madera y el cristal, era un tacto ambiguo que sólo puedo expresar con la torpeza de ciertas palabras que ella ya me había hecho evocar: viento y nopales. En el sueño, la escena estaba apagada por completo y cada uno de nosotros escuchaba en la sombra el jadeo de un deseo igual al suyo.

Me maldije: ¿por qué había tenido que soportar que me hicieran partícipe de sus juegos? Durante unos instantes me zumbaron los oídos, como suele suceder cuando uno está borracho. Permanecí sentado al borde de la cama con la sensación de haber recibido un puntapié en el estomago. Yo era consciente de que hay días en los que uno se despierta cambiado, y aquél debía ser uno de esos.

Media hora más tarde, cuando salí de mi habitación, encontré a Óscar en la puerta. Supongo que deseaba comentar cómo había encontrado a mi padre. La hosquedad de mi rostro debió refrenarlo: Óscar, ¿le importaría prestarme su coche? Quisiera dar una vuelta. Cómo no. Tenga las llaves. Me dejé llevar por la carretera, internándome en un paisaje que, a veces, se imponía como un bestiario de rocas inesperadas y, otras, se humanizaba en las míseras casas del camino, coloreadas por la ropa tendida y las brillantes chapas de uralita de los tejados, inundadas de chiquillos jugando en la entrada. Estuve toda la mañana vagando por las colinas peladas del Estado de Guerrero. No sé si conseguí serenarme, al menos afirmé una seguridad: me repugnaban las imágenes del sueño, era la mujer de mi padre y no debía tolerar que me hicieran cómplice de sus delirios. En adelante, la evitaría.

Cuando llegué a la entrada de la casa, Adela se encontraba junto al portón: Apúrese, señor. Le están esperando para comer. Me dirigí a la mesa. Había tres o cuatro personas desconocidas, a quienes me presentaron de manera apresurada. Esbocé una disculpa y me senté en la silla asignada. A mi lado se encontraba una mujer de veinticinco o veintiocho años de edad. Entre plato y plato averigüé su nombre, Sara; su profesión, química; su religión, judía, y su nacionalidad, argentina. Vivía en Taxco y se encontraba de vacaciones en el pueblo de al lado. Dijo que llevaba más de veinte años en México y que le gustaba aventurarse por las veredas de la montaña: De todo Morelos, lo más hermoso son las ruinas de Xochicalco: ¿Las conoces? No -respondí confundido-. Mañana voy a ir a visitarlas, ¿quieres acompañarme? -invitó su sonrisa acogedora.

Como es obvio, asentí.

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