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Pensamiento mágico.

Poco después de que el sur de Líbano fuese liberado y las tropas israelíes evacuasen el área que habían ocupado durante 22 años, mantuve una conversación sobre el acontecimiento con un buen amigo que trabaja para la Autoridad Palestina. Cuando dije que los palestinos teníamos mucho que aprender de la resistencia libanesa, fui respondido con una sarta de descargos de responsabilidad y negaciones. Palestina y Líbano son totalmente diferentes, me dijo, y hacer comparaciones es un grave error. Aunque dije que, desde luego, estaba de acuerdo en que las dos situaciones eran diferentes, y que la nuestra era, en efecto, más difícil, seguí sosteniendo que la disciplina de Hezbolá, su disposición a sacrificarse y la extraordinaria e incansable dedicación a sus objetivos eran cosas aplicables a todas las situaciones, no sólo al sur de Líbano. La respuesta fue aún más tajante. Se me contestó que no teníamos otra alternativa que hacer lo que hicimos en Oslo; y cuando dije que podía entender eso parcialmente, pero que no pensaba que el despotismo y la corrupción, desgraciados distintivos de la Autoridad Palestina, fuesen la única alternativa después de firmar un acuerdo tan desventajoso con Israel, se me corrigió categóricamente porque estaba siendo estrecho de miras: estamos atravesando un periodo de transición, y los reveses son parte del mismo. Como todo esto no me convencía, mi amigo me recordó que no tenía experiencia en la política real, que no era competencia de académicos e intelectuales.Ése es precisamente el argumento del que se hizo eco en una columna publicada el 18 de junio en The Washington Post Jim Hoagland, que, al preguntar a Abu Ala sobre mis críticas al comportamiento de la Autoridad Palestina, sólo pudo obtener la siguiente respuesta (bastante pobre, debo decir): "No son los intelectuales los que van a hacer los pactos necesarios para la paz". Esto es como decir que sólo los pollos pueden distinguir un huevo sano de uno podrido. Además, la experiencia de Abu Ala en los procesos de paz no deriva ni de su formación ni de su trabajo anterior (solía dirigir fábricas de la OLP en Beirut, todas las cuales fracasaron o quebraron). Supongo, por tanto, que estaba tan hecho para alcanzar acuerdos de paz como Luis XIV lo estaba para gobernar Francia.

Yo llamaría a esto el primer tipo de pensamiento mágico, un estilo de razonamiento que desdibuja la distinción entre verdad y ficción para hacer que un desastre deliberadamente creado por el hombre parezca algo necesario o al menos aceptable. Los miembros de la Autoridad Palestina siguen a su líder cuando atribuyen la lastimosa retirada del sur de Líbano al deseo de Barak de hacer la paz, no a la derrota militar; y, por las mismas, llegan a la conclusión de que la corrupción y el Gobierno antidemocrático son fases históricas necesarias, en lugar de verdaderas decisiones tomadas por ellos de ser antidemocráticos y corruptos. Supongo que la principal cuestión es ¿a quién creen que engañan con esta lógica? A ninguna persona en su sano juicio se le escaparían sus terribles fallos y su patente debilidad. Por tanto, debemos concluir que sus víctima son ellos, y pocos más.

Un segundo tipo de pensamiento mágico es común a aquellos cuya posición de gran poder les permite aislarse de los hechos, imponer a esos hechos una interpretación que se da de bruces con la que daría cualquier persona que utilizase el sentido común. En los últimos siete años he oído a todos los políticos norteamericanos, de Clinton para abajo, cantar las alabanzas del proceso de paz, ensalzar el nuevo mundo que estaba naciendo, hablar extasiados sobre la promesa de la paz y la era de prosperidad que estaba en sus albores. Los palestinos proclamaron con valentía que eran como Singapur, una isla de prosperidad en un mar de pobreza. Los israelíes basaron su retórica en argumentos igualmente endebles. Esperaban que todo el mundo árabe les diese la bienvenida, vender sus mercancías desde el Golfo hasta Marruecos, hacer negocios con todos, etcétera. Quizá debería añadir también que todas esas efusiones provenían de gobernantes, los presidentes, funcionarios públicos y algunos periodistas, o, en otras palabras, todos aquellos cuya posición de poder les daba una categoría de persona muy importante, hombres y mujeres que no tenían que hacer cola a las cuatro de la madrugada en la frontera de Erez, en Gaza, ni tenían que mantener a su familia con 50.000 pesetas al mes, o cuyos pasaportes y carnés de identidad en Líbano, por ejemplo, no los designaban como extranjeros sin derechos, o cuyas casas acababan de ser derruidas. Libre de ese tipo de molestias, esta gente privilegiada podía permitirse tanto pensamiento mágico y tantas ilusiones carentes de sentido como desease.

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Esto no es simplemente cuestión de decir cosas que no tienen una conexión real con la situación diaria, sino también de imponer al pasado una lógica que lo hace desaparecer del todo. Escuché por primera vez este tipo de pensamiento mágico cuando el joven rey Abdulá de Jordania hizo su primera visita a Estados Unidos el año pasado. Aunque reconoció todas las dificultades económicas y políticas de Jordania, el rey cambió de tono inmediatamente después de dar la bienvenida a la reciente victoria de Ehud Barak en Israel. Una vez que se reanude el proceso de paz, dijo, podremos conseguir la clase de estabilidad que nos dará prosperidad y convertirá Jordania en un lugar muy atractivo para la gran inversión extranjera. Éste es un argumento que a los políticos estadounidenses les gusta utilizar: cuando tengamos la "paz", todo el mundo será feliz, y empezaremos a prosperar, invertiremos libremente y ganaremos dinero, y seremos felices para siempre. Llamo a esto mágico porque niega al peso del pasado cualquier papel en el futuro, como si todos los años de desplazamiento, sufrimiento, desposeimiento y tergiversación impuestos a los millones de ciudadanos árabes que perdieron su familia, su casa, su medio de vida, que han vivido bajo la ocupación militar, que se han visto obligados a soportar estados de emergencia en países árabes sin apenas democracia o igualdad económica y social; como si toda esta carga de ira, tristeza, frustración, humillación y pura fatiga humana fuese a desaparecer de golpe en el momento en que el acuerdo de paz se firmase en el césped de Clinton.

Por tanto, la esencia del pensamiento mágico consiste en aligerar lo que de hecho es pesado, y ejerce una formidable presión sobre todos los habitantes de Oriente Próximo. No es una cuestión de memoria vengativa, sino una actualidad viva. Los expertos israelíes y estadounidenses sobre Oriente Próximo repiten como un mantra que los jóvenes han olvidado el 1948 y están más interesados por el cibercafé local que por recuperar o volver a sus aldeas. ¿Cómo es posible

eso? Los refugiados palestinos en Líbano y en Siria, y en todo el mundo, siguen siendo extranjeros apátridas y, tanto si les gustan como si no las visitas al cibercafé, su situación intolerablemente precaria los obliga a recordar el 1948 y su inalienable derecho al retorno.

En cuanto a los palestinos que residen en la propia Palestina, por supuesto que quieren llevar una vida normal, enviar a sus hijos al colegio, conseguir un buen tratamiento médico, viajar y disfrutar de todas las ventajas de la seguridad. El hecho de que ninguna de estas cosas es realmente posible les obliga a preguntarse por qué su situación es diferente a la de los israelíes, a quienes ven diariamente una libertad y una prosperidad mucho mayores. Los palestinos tendrían que ser de piedra para no sentir rencor e ira por tener que ceder su territorio ancestral a judíos rusos como Anatol Scharansky, que no sólo nació y se crió en Rusia, sino que ahora exige a Barak que no devuelva Abu Dis, una ciudad árabe de la que, como judío ruso, piensa que puede disponer a voluntad.

Estas grotescas, por no decir estrafalarias, desigualdades y distorsiones indican algo tan grave, mutilador e hiriente para el espíritu que no podrá ser enmendado por un imperfecto tratado de paz entre una potencia nuclear como Israel y un pueblo desvalido y mal dirigido como es el palestino. Sólo un milagro de pensamiento -una especie de truco de magia- puede enderezar rápidamente las cosas, restaurar la tranquilidad y la paz mental, devolver a los árabes a una situación de esperanza redentora.

Lamentablemente, el mundo real no proporciona esa clase de magia y, sólo de vez en cuando, concede algún milagro. Mientras tanto, los que sufren -las madres cuyos hijos e hijas están en la cárcel, los padres que no pueden atravesar Israel para ir a trabajar, los profesores que siguen en huelga y muchos miles más como ellos- tendrán que seguir sufriendo mientras los que fantasean acerca de los rápidos beneficios de la paz proyectan más conferencias, pronuncian más discursos, se embarcan en nuevos proyectos. Pero ¿hay esperanzas de que toda esa magia y la realidad puedan reconciliarse alguna vez? Por desgracia, no.

Edward W. Said es ensayista palestino y profesor en la Universidad de Columbia. © Edward W. Said, 2000.

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