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La selección de jueces

Marc Carrillo

Los jueces están habilitados por la Constitución para decidir sobre la libertad y el patrimonio de las personas. El poder del que disponen, es decir, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, de acuerdo con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, constituye una de las garantías del Estado de derecho. Es un poder de una importancia decisiva, tanto para la salvaguarda de la condición de ciudadano titular de derechos y deberes como, a la postre, para preservar la credibilidad institucional del Estado democrático.Porque del Poder Judicial se esperan muchas tareas: que defienda nuestra libertad, que nos proteja frente a los abusos de los poderes públicos, que condene la acción delictiva, que promueva la igualdad entre los individuos, que tutele a quien todavía no ha nacido, que case y, en su caso, que divorcie a quien se embarque en estas decisiones personales, que levante atestado de una muerte, etcétera. Y así podríamos seguir.

Esta reducida pero significativa muestra de las atribuciones de jueces y tribunales pone de relieve la importancia que adquiere la formación de los jueces. Los criterios de selección para acceder a la judicatura constituyen un factor decisivo para el funcionamiento adecuado del Poder Judicial. Adecuado a las exigencias del Estado democrático contemporáneo, en el que la jurisdicción ordinaria es la sede natural para la tutela de los derechos y libertades y donde la idea de servicio público ha de presidir la actividad de sus miembros. Máxime cuando, como es el caso del juez continental, el cargo se ejerce con carácter vitalicio.

Pues bien, la modalidad mayoritaria de selección de los futuros jueces actualmente vigente (además de los turnos de juristas) a través de pruebas selectivas para el acceso a la Escuela Judicial, no parece la mejor de las posibles. Incluso es una modalidad inadecuada a las exigencias del Estado democrático moderno. Porque, sin perjuicio de reconocer que en el panorama de la judicatura española abundan jueces excelentes, el actual sistema de selección incentiva más un perfil del juez memorizador, encorsetado al muy limitado esquema del silogismo interpretativo del derecho positivo, y mucho menos próximo a un modelo de juez que, sin perjuicio del preceptivo conocimiento del ordenamiento vigente, demuestre también su capacidad para interpretar con solvencia las normas que son aplicables al caso concreto. Es decir, de aquel tipo de juez cuyo primer y mejor atributo sea su competencia para razonar de acuerdo con las reglas de la interpretación jurídica sin que, por supuesto, tal requisito vaya en demérito de una buena percepción del derecho en vigor; pero que impida la sublimación del conocimiento de las normas como la única razón de ser de un juez, que a la vez es poco capaz de ejercer las pautas hermenéuticas de la lógica jurídica. Se trata de impedir un perfil de juez proclive al automatismo y la rigidez interpretativa, origen de sentencias de una deficiente calidad técnica y en ocasiones de resoluciones carentes de un mínimo sentido de la ponderación de los intereses en conflicto, cuando no, de decisiones arbitrarias.

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La modalidad de selección de jueces que motiva esta ref1exión es el de la oposición libre. Su preparación exige, como no puede ser de otra manera, un considerable esfuerzo de los opositores. Un esfuerzo que dura unos años, que es habitual que sean los inmediatamente posteriores a la licenciatura en derecho. Una preparación que ha de ser acreditada en dos ejercicios orales, en los que se exponen los temas que al opositor le han tocado por sorteo, ante un tribunal de composición jurídica muy plural. Sin duda, esta diversidad de miembros basada en la procedencia profesional (magistrados, profesores de universidad, fiscales, abogados del Estado, abogados en ejercicio, etcétera) es un elemento positivo. Sin embargo, lo es mucho menos que el tribunal no pueda verificar los conocimientos de las reglas de la lógica jurídica que asisten al opositor en relación, por ejemplo, a un caso concreto. Es decir, la oposición carece de ejercicios de naturaleza contenciosa, donde se demuestre la capacidad de razonamiento jurídico. Y, sin embargo, este tipo de prueba debería tener carácter decisorio y eliminatorio, y probablemente habría de realizarse entre los dos ejercicios de exposición oral. De esta forma, el tribunal poseería una idea más cabal sobre las facultades jurídicas del futuro juez.

Asimismo, y tal como había propuesto el Consejo General del Poder Judicial en 1997 en el Libro Blanco de la Justicia, no sería inconveniente la previsión de una prueba introductoria que permitiese evaluar con carácter eliminatorio el nivel de cultura jurídica general. Como tampoco lo sería el que, con las debidas garantías de todo orden, se introdujese con carácter previo algún tipo de evaluación psicoprofesional para una función pública como es la de juez que, al igual que otras, demanda una especial dosis de ponderación.

Ciertamente, este planteamiento sobre la selección de la judicatura se basa en un modelo de judicatura que prime más la formación contenciosa y la capacidad de razonamiento. Ello supone, sin duda, un cambio en la lógica de la preparación de la oposición, que exigiría tanto del opositor como también -¡no se olvide!- de su preparador, una reconversión de su comportamiento ante el proceso de selección. En este sentido, un buen conocimiento de las líneas esenciales de la jurisprudencia constitucional y de la del Tribunal Supremo, así como del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, debería ser un objetivo indeclinable. Objetivo que, desde luego, ha de empezar a construirse ya en la licenciatura. Algunas facultades de Derecho están haciendo una moderada reconversión en este sentido.

Todo ello sin perjuicio, tambíen, de la imprescindible formación que posteriormente adquiera en la Escuela Judicial, ámbito docente donde el opositor sigue siendo, eso, un opositor, un alumno en prácticas, que puede aprobar y también suspender. No un juez, a pesar de que con cargo al erario público reciba un salario. La escuela ha de ser el marco adecuado donde la formación contenciosa, el estudio del caso, a través de la colaboración que aporten juristas de procedencia profesional diversificada, ha de adquirir su mayor y mejor nivel.

Se trata, en definitiva, de proporcionar a la sociedad un perfil de juez que prime la facultad de razonar; que incentive su implicación con el Estado democrático y, por tanto, que se aleje del juez-sacerdote, imbuido de infalibilidad jurídica y autoinvestido de supuestas virtudes morales.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.

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