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El lector infrecuente JOSEP M. MUÑOZ

Son llamadas de alarma que, periódicamente, nos advierten de la lenta pero inexorable desaparición de un mundo. Un mundo lleno de libros y de lectores, en el que el valor de la palabra escrita y de la cultura impresa no había sido todavía amenazado por la emergencia imparable de la imagen, en el que la reflexión no había sido sustituida todavía por el fast-food cultural, devorada por un exceso de información. La mayor parte de estas llamadas nos llegan de Estados Unidos, un país que es hoy como será el nuestro, dicen, dentro de unos años. Por ello deberíamos estar especialmente alerta. Uno de los primeros avisos fue lanzado por Neil Postman, un crítico y pedagogo protestante, con su pesimista reflexión sobre el triunfo de la cultura audiovisual y la sustitución de la política por el entertainment. Su libro, que fue traducido aquí como Divertim-nos fins a morir y que no obtuvo toda la atención que sin duda merece, fue escrito en 1984, el año del Gran Hermano orwelliano. Pero la tesis de Postman era, justamente, que de las visiones futuristas de Orwell y de Huxley, la que había triunfado era esta última: es decir, que dejaríamos de leer libros no porque éstos fueran prohibidos, sino sencillamente porque, en nuestro mundo feliz, dejaríamos de leer, presos de la trivialidad más absoluta.Ahora es el turno de André Schiffrin, un prestigioso editor judío emigrado a EE UU, hijo del fundador de La Pléiade, de quien Destino acaba de publicar L'edició sense editors. Se trata de un ensayo más personal y menos riguroso que el de Postman -y también más orwelliano-, pero que cuenta, de primera mano, otro preocupante aspecto del mismo proceso: la desaparición de la edición de calidad por imperativos de la ley del beneficio empresarial. La tesis de Schiffrin -que éste narra a partir de su dolorosa experiencia en Pantheon Books desde que ésta fue absorbida y desnaturalizada por Random House y que terminó con su salida y la de su equipo- es muy simple: la aplicación de la doctrina liberal del mercado al mundo del libro ha comportado que los grandes grupos editoriales busquen elevar el beneficio anual desde el 3% que solía ser habitual hasta el 15%. Ello conlleva que las editoriales se lancen a la búsqueda de best-sellers y, sobre todo, que supriman de sus catálogos los libros de fondo, particularmente los de pensamiento y los políticamente situados a la izquierda. Las consecuencias son muy graves, porque la consideración del libro como una mera mercancía y, por consiguiente, que la decisión de publicar o no un libro dependa sólo de criterios comerciales y no culturales, convierte al mercado en un nuevo censor, más poderoso que nunca. La edición de calidad debe buscar su refugio en las editoriales pequeñas e independientes, con las trabas que ello significa para su difusión.

Pero después de todo, ¿el "acto clásico de la lectura", como lo llama el influyente crítico George Steiner, no ha sido siempre un acto minoritario y propio de una élite? En ocasiones se acusa a posiciones como las de Postman de conservadoras, cuando no de reaccionarias, por negarse a aceptar que nuestro mundo es, irremisiblemente, el de la cultura audiovisual y que debemos partir de la aceptación de esa realidad. Quim Monzó, en su constante batalla contra el tópico, ha recordado, con argumentos muy razonables, que la lectura no ha dejado nunca de ser un fenómeno minoritario y que, bien mirado, hoy hay más lectores que nunca en la historia. Monzó lleva sin duda razón, y ha demostrado además que puede ganarse una parte nada desdeñable de público lector con un trabajo inteligente en los medios de comunicación audiovisuales. Al respecto, y en plena polémica sobre la ausencia de la literatura en las pruebas de selectividad, parece oportuno recordar entre paréntesis que, aunque ya hayamos llegado al 2000, nuestra televisión autonómica sigue sin ofrecer, en ninguno de sus dos canales, un programa dedicado a los libros. Aunque quizá es precisamente por eso que a su ex director lo han nombrado consejero de Cultura.

Pero, con todas las matizaciones debidas, cabe reconocer que tanto el triunfo de la cultura audiovisual como la aplicación del neoliberalismo al mundo editorial constituyen una seria amenaza a toda una tradición cultural construida sobre el libro y la lectura. Al propio Steiner, judío, le agrada recordar que una cultura como la suya -que ha dado figuras como Adorno, Benjamin, Einstein, Freud, Marx, Proust, Schönberg y Wittgenstein- se basaba en el cultivo de la letra, en el estudio de la Escritura. Tanto era así, que un gran filósofo como Hegel, que compartía el antisemitismo propio de su época, trató de ridiculizar la pasión judía por la lectura con este chiste impagable que nos retrae Steiner, y que dice así: "El Todopoderoso baja a la Tierra y le dice a un judío: 'Mira, puedes escoger: la salvación eterna o el periódico de la mañana'. Y el judío escoge el periódico de la mañana". La paradoja es que sólo porque existe esa élite que sigue empeñada en leer los periódicos de la mañana, hoy todavía se sigue leyendo a Hegel. Y mientras eso ocurra, nuestro mundo -ese mundo que prefiere el silencio al ruido, la reflexión a la velocidad, la calidad a la cantidad- no estará irremisiblemente perdido. Aunque algunos profetas de la posmodernidad sigan tachando a sus defensores de elitistas conservadores.

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