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De segunda

Rosa Montero

Pues parece que los rebeldes de Sierra Leona han liberado al fin al centenar de cascos azules que aún permanecía en su poder. Recuerdo cuando salió la noticia, hace ya semanas, decía que quinientos soldados de la ONU habían desaparecido en manos de la guerrilla. Quinientas personas son muchas personas, pero la información apenas si ocupaba un fragmento de columna. Luego el tema fue recibiendo una mayor atención, pero tampoco mucha. Siempre fue una noticia secundaria. Comparémosla, por ejemplo, con el secuestro de esa veintena de turistas europeos en Filipinas. No digo que la suerte de los pobres turistas no sea aterradora; digo que, puestos a ocupar espacio informativo, los otros eran quinientos, y además cascos azules, lo cual me parece una función representativa mucho más importante. Pero de los turistas se ha escrito y publicado y fotografiado hasta lo indecible, y de los soldados casi nada. Al principio no podía entender el por qué de esa minimización escandalosa. Hasta que un día leí que los quinientos cascos azules eran de Zambia, negros como la tinta y pobretones, y entonces todo empezó a encajar irremediablemente.Estremece comprobar el distraído desdén con el que los ciudadanos de los países ricos contemplamos a la masa de desesperados y de hambrientos. Que es normalmente de color chocolate, amarilla, cobriza. Ahí están los desheredados de la Tierra, muriendo en mansas oleadas que apenas si arañan nuestra conciencia. Como los 130 inmigrantes que se nos han ahogado en el Estrecho en lo que va de año. Recuerdo una foto que salió en EL PAÍS el 5 de mayo: una mujer negra, embarazada, era conducida por la Guardia Civil tras llegar a Canarias ilegalmente. Como es habitual, la cara de los civiles aparecía borrada en la foto. Ella, en cambio, mostraba su rostro desamparado, sus pies descalzos, su barrigón de siete meses, su cuerpo malamente cubierto por un camisón. Pocas veces he visto un retrato tan exacto de la indefensión. Son negros, son amarillos, son cobrizos. Son humanos de segunda, y consideramos que sus oscuras vidas no valen ni la mitad que nuestras primorosas vidas occidentales. Aunque luego no sepamos qué hacer con el tedio idiota de nuestra existencia.

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